Jon Lee Anderson
Muchos de los residentes de la Torre han llevado vidas complicadas, afectados por la confluencia en el país de la pobreza y la delincuencia. En un almacén habilitado cerca de la iglesia de Daza vive Gregorio Laya, un compañero de Daza de los tiempos de la prisión. Laya trabajaba como cocinero en la cocina presidencial del Palacio de Miraflores, pero en los viejos tiempos formaba parte de una banda de roleros o ladrones de relojes caros. Hizo una lista de sus favoritos: Rolex, Patek Philippe, Audemars Piguet. Por lo general, él y sus hombres esperaban fuera del Teatro Teresa Carreño a los asistentes de conciertos. Pero un día decidió robar al dueño de un spa “cerca de aquí, a pocas cuadras de distancia”, señalando más allá de la Torre. Consiguió el reloj pero, al salir, el hombre sacó un arma y comenzó a dispararle. No tuvo “más remedio” que responder, dijo, y disparó contra el propietario varias veces hasta matarlo. Laya fue herido también y la policía lo acorraló a sólo unas cuadras de distancia. Lo condenaron a once años en prisión.
El apartamento de Laya era de una sola habitación, equipado con elementos esenciales de la vida diaria, similar a un camarote de marinero o una celda de prisión. Había una cama grande y una TV pantalla plana, un armario, una silla y un tendedero en una esquina con ropa. Laya declaró estar contento. Tuvo la suerte de conseguir un trabajo y agradece a Daza por haberle encontrado un lugar en la Torre. Todos los días camina frente al spa en su trayecto al trabajo y piensa en lo diferente que era su vida.
Daza contó su propia historia de redención en términos similares. Un día me mostró su iglesia, un almacén antiguo y grande pintado de verde, con sillas de plástico apiladas y un atril de predicador. Letras recortadas de papel dorado pintaban en la pared las palabras “Casa de Dios” y “Puerta del Cielo”. Daza dispuso de dos sillas y me invitó a sentarme.
Daza me dijo que era oriundo de Catia, uno de los barrios más famosos de Caracas. Su familia era muy pobre. Era el más joven de varios niños y sus hermanos eran mucho mayores. Se mantuvo alejado de los problemas hasta cumplir los ocho años, cuando unos muchachos mayores robaron su bicicleta y le dieron una humillante paliza. Los describió como malandros que aterrorizaban su barrio. “Recuerdo que miraba como perseguían a mis hermanos mayores”, dijo Daza. “Ellos tenían armas y mis hermanos corrían cuando los perseguían y les disparaban”.
“No me importaba si mataban a mis hermanos”, prosiguió. “Me molestaba la forma en que llegaban a casa y se comportaban frente a mi mamá. Ellos la maltrataban, fumaban drogas y hablaban mal delante de ella. Yo les decía que eran unos cobardes, porque lo único que hacían era traer a sus enemigos al barrio para luego huir cuando llegaban”.
Daza formó su propia banda de niños delincuentes. “Nos adueñamos de algunas pistolas y luego, cuando tenía quince años, hicimos nuestro primer trabajo, que fue esperar a que el líder de esos mismos malandros subiera y…” -simulando disparar con su mano- dijo, “acabamos con él”. Después de eso, Daza se convirtió en el jefe de todo el barrio.
Daza ha cumplido dos sentencias en la cárcel, una de cinco años y otra de dos. Durante su segundo encarcelamiento, por un cargo de porte ilegal de armas, un policía que también ejercía de pastor llegó a la cárcel y lo convirtió. Él resurgió “con el Evangelio” y ha tratado de llevar una vida mejor desde entonces.
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Para Daza, como para muchos otros residentes de Caracas, la perspectiva de una vida mejor es tanto material como espiritual. La administración de Chávez ha tenido efectos volubles sobre la economía de la nación. Mientras que su retórica anticapitalista ha inducido a algunas empresas a abandonar el país, otras han aprendido a trabajar con el gobierno y han obtenido muy buenos resultados. Las regulaciones son sorprendentemente abundantes (el mero hecho de pagar la cena en un restaurante requiere mostrar una identificación) pero, de forma perversa, esto ha fomentado el emprendimiento en el mercado negro. Muchos médicos e ingenieros han huido del país, mientras que otros profesionales han prosperado. La única constante es el flujo de dinero petrolero, que brinda una gran riqueza a ciertas personas y es compatible con un creciente sector público. Los venezolanos más pobres están ligeramente mejor en la actualidad. Y, sin embargo, a pesar de que Chávez apela a la solidaridad socialista, su gente ansía seguridad y objetos de la buena vida tanto como una sociedad más equitativa.
Una noche, Daza insistió en llevarme de regreso a mi hotel. Él, Gina y yo esperamos fuera de la torre cuando una reluciente Ford Explorer verde se detuvo frente a nosotros y un conductor se bajó y le entregó las llaves a Daza. Entré al asiento trasero y nos pusimos en marcha. Mientras conducía, Daza me dijo: “Dios me bendijo con el carro el diciembre pasado”. Aparentemente un hombre le debía dinero y, cuando éste fue incapaz de devolvérselo, le dio el auto a cambio. Era un modelo del 2005, según Daza, lo cual estaba bien. Pero ahora quería el del 2008 (idealmente de color blanco). Por casualidad pasamos al lado de una Explorer blanca 2005 en la vía. Daza murmuró su apreciación del vehículo, admirando el cromo brillante en la rejilla del espejo retrovisor. Más tarde pasamos frente a un concesionario Ford, donde una Explorer 2012 descansaba en una sala de exposición iluminada. “Quién sabe lo que costará ésa, ¡tal vez medio millón de bolívares!”, exclamó.
En la autopista, Daza me preguntó dónde quedaba el hotel y parecía inseguro cuando le dije que era en el sector de Los Palos Grandes. ¿Había estado allí? “Sí, por supuesto”, me dijo, aunque tuve que señalarle la salida y dirigirlo a partir de allí. A medida que nos acercábamos al hotel, pasando edificios de apartamentos enrejados y exclusivos restaurantes, él y Gina miraban asombrados por la ventana. “La gente aquí es muy rica, ¿verdad?”, dijo Daza. Detuvo el coche en medio de la calle frente al hotel y lo observó paralizado, mientras que el resto de los autos tocaban la corneta y nos adelantaban.
Pero en muchas partes de la ciudad no son los ricos, sino los malandros, quienes están en ascenso. Caracas es uno de los lugares del mundo dónde es más fácil ser secuestrado. Miles de secuestros se producen cada año. En noviembre del 2011 fue secuestrado el cónsul chileno por hombres armados, que lo golpearon y le dispararon antes de liberarlo. Ese mismo mes, el cátcher venezolano de los Nacionales de Washington, Wilson Ramos, fue secuestrado en la puerta de la casa de sus padres y estuvo capturado por dos días antes de ser rescatado. En abril, un diplomático costarricense fue secuestrado. Al día siguiente la policía hizo una redada en la Torre de David en su búsqueda, pero sólo encontraron algunas armas.
En una cena, en Caracas, escuché a dos parejas intercambiar historias sobre unas llamadas que recibieron de criminales que aseguraban haber secuestrado a sus hijos. En ambos casos salían del teléfono voces infantiles muy similares a las de los suyos, llorando y pidiendo ayuda. Las llamadas eran falsas y fueron realizadas por secuestradores fraudulentos, pero el episodio, junto a las noticias cada vez más sangrientas en la prensa, los dejó preocupados por el futuro. Uno de los crímenes más comentados mientras estuve en Caracas involucró el asesinato de un taxista, que fue golpeado, cortado en la cara y le dispararon varias veces. Sus asesinos le pasaron por encima con su propio carro, sólo por diversión, antes de escapar.
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Daza aparentemente nunca salía de la planta baja de la Torre y tampoco parecía querer que yo pasara de allí. Cada vez que le propuse subir, tomaba una actitud evasiva y respondía con excusas cuando le preguntaba si podía asistir a una sesión de sus reuniones con los delegados. Si en verdad exigía una cuota de inscripción a cada nuevo residente, como me habían informado, es algo que no quiso admitir. Pero parecía probable que se ganase la vida del edificio, posiblemente de los ingresos del garaje de autobuses. En cierta forma, es capaz de permitirse algunos lujos: aunque vive encima de su iglesia, mantiene un apartamento en otra zona de la ciudad y sus hijos de relaciones anteriores pueden visitarlo allí con seguridad.
En un par de ocasiones me las arreglé para subir a la Torre y dar un vistazo. En el décimo piso, los miembros del equipo de seguridad del edificio siempre exigían que me identificase y les dijese a donde iba. Cuando mencioné a Daza me dejaron ir, pero reaparecían cada cierto tiempo, manteniendo un ojo vigilante sobre mí. Los residentes de la Torre eran cuidadosos y hablaban muy poco al pasar. En las escaleras, muchos tenían cargas propias que llevar, y se movían como montañistas, con las expresiones faciales propias de un grupo que está participando en una prueba de resistencia.
Los pasillos estaban en un ángulo que les permitía recibir luz de las ventanas ubicadas en las paredes de cada extremo de la construcción, pero aún así la iluminación era tenue. En los pisos que no estaban terminados se habían construido pequeñas casas de bloques pintados y de yeso. Muchos mantienen sus puertas abiertas para dejar entrar la brisa y para socializar y pude verlos ocupados con sus tareas cotidianas: cocinar, limpiar, llevar cubos de agua, bañarse. Se escuchaba música aquí y allá. Daza montó una bomba de agua que funcionaba por un generador y cada piso tenía su tanque, aunque el suministro de agua corría a través de tuberías impredecibles y mangueras de caucho.
La Torre cuenta con varias bodegas, una peluquería y un par de guarderías. Visité una pequeña bodega en el noveno piso donde Zaida Gómez, una mujer peliblanca y locuaz de unos sesenta años, vivía con su madre de noventa y cuatro años. Ella me mostró el cubículo al lado de la tienda donde había instalado a su madre, una pequeña mujer que me parecía un pájaro dormido, justo en una cama al lado de uno de los ventanales. Gómez mantiene un ventilador prendido a toda hora, ya que el calor que emana la ventana volvía la habitación en un horno.
Gómez es una pionera en la Torre y me dijo que al principio las cosas eran terribles allí. La Torre estaba gobernada por malandros —dijo sacudiendo la cabeza— y se habían producido palizas, tiroteos y asesinatos. Pero ahora podía dejar la puerta de su tienda abierta, algo que nunca fue capaz de hacer en Petare, el barrio donde vivía antes. Su tienda vendía de todo, desde jabón hasta refrescos y verduras. Y para reabastecerse de suministros tenía que subir y bajar las nueve plantas de la Torre varias veces al día. Era agotador, pero dijo que no podía darse el lujo de pagar un mototaxi que cobraba quince bolívares (alrededor de ochenta centavos de dólar) por cada viaje. Tiene una hija que la asiste y un nieto.
Gómez tenía miedo de verse obligada a mudarse de la Torre. “Este edificio es demasiado caro para que gente como nosotros esté aquí “, dijo. Vendrá el día en que las autoridades lo quieran de vuelta. Esperaba que el gobierno, que estaba construyendo viviendas para los pobres en la adyacente Avenida Libertador, se acercase a la Torre también y los reubicase a todos. “Todo lo que quiero es mi casa propia y un pequeño pedazo de tierra para cultivar. Algo que pueda llamar mío”.
Albinson Linares, un periodista venezolano que ha escrito sobre la Torre, me describió a sus residentes como “refugiados de un estado subdesarrollado que viven en una estructura del Primer Mundo”. Contiene una muestra de trabajadores caraqueños: enfermeras, guardias de seguridad, conductores de autobuses, comerciantes y estudiantes. Hay personas desempleadas también y el círculo de exconvinctos evangélicos de Daza. Cada piso tenía su propia sociología. Los pisos más bajos son reservados en gran parte para las personas mayores, quienes no pueden subir hasta los niveles más altos. Algunos pisos están dominados por familias y otros están ocupados principalmente por hombres jóvenes de peligroso aspecto. Un día, un fotógrafo con quien viajaba fue jalado hacia un apartamento por un par de hombres que lo interrogaron con suspicacia. Cuando mencionó el nombre de Daza lo dejaron ir, pero a regañadientes. En la escalera vimos un grafiti que decía “El Niño Sapo”. Parecía que Daza tenía enemigos dentro de la Torre.
Que hubiese conflicto parecía inevitable. Entre los derechos de admisión, los cargos de mantenimiento y el alquiler del garaje, hay una buena cantidad de dinero disponible para los invasores. Una tarde Daza me llevó a un restaurante en la calle de la Torre, un lugar pequeño y caluroso con una cocina abierta. Poco después de sentarnos, tres hombres entraron a rondar amenazadoramente por nuestra mesa, parados justo detrás de nuestras sillas. Daza arqueó las cejas y dejó de hablar, hasta que después de un par de largos y tensos minutos los hombres salieron y se sentaron en la acera. Más tarde, Daza me dijo que aquellos hombres se ganaban la vida organizando invasiones. “Son profesionales”, dijo. “Es lo que hacen”. Le pregunté si eran enemigos. Me dijo que no exactamente y luego murmuró que había muy poca gente en la vida en quienes se pueda confiar.
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A media hora en carro desde la Torre de David está otra invasión: El Milagro. Fue fundada unos años antes por José Argenis, otro ex convicto convertido en pastor que se unió a ex reclusos y sus familias para invadir una parcela de terreno al lado del río en las afueras de Caracas. Era una zona cubierta de matorrales y desperdicios, pero cuenta con una excelente ubicación: justo al lado de la carretera principal, al lado de una estación de autobuses y cerca de un puente angosto que le permite a los residentes cruzar el río a pie o en moto. El Milagro es ahora una comunidad de casi diez mil personas y sigue creciendo.
Argenis, un hombre negro con carisma y una atronadora voz, dirige un centro de rehabilitación en El Milagro para ex prisioneros que van a pedirle ayuda para hacer una mejor transición al mundo exterior. Las cárceles de Venezuela tal vez sean las peores de América Latina: las treinta instalaciones del país fueron diseñadas para mantener unos quince mil internos, pero realmente alojan tres veces esa cantidad. Se compran y venden narcóticos abiertamente, y los reclusos tienen acceso a armas automáticas y granadas. En muchas prisiones los guardias han cedido el control a las bandas armadas dirigidas por jefes delincuentes llamados “pranes”, llamados así por el sonido que hace un machete al golpear concreto. Los pranes lideran la creciente comunidad criminal que se extiende dentro y fuera de las prisiones. Frente a una deplorable fuerza policial y judicial, caracterizadas por la ineficiencia y la corrupción, los pranes brindan una estructura donde no existe ninguna.
Los pranes se han vuelto suficientemente poderosos como para tratar directamente con el gobierno. Argenis trabajó como asesor de Iris Varela, la recién nombrada por Chávez Ministra de Servicios Penitenciarios, a quien ayudaba a negociar con los pranes. Explicó que era un trabajo no remunerado “hasta el momento”, pero que le interesaba trabajar con ella. Argenis espera que su modelo de rehabilitación obtenga financiamiento gubernamental, y que pueda construir otras instalaciones a lo largo del país.
Argenis cumplió una condena de nueve años por homicidio, en los que conoció a Daza. Después de salir de prisión se mantuvieron en contacto. “Cuando invadieron la Torre, El Niño todavía estaba involucrado en ese mundo, el de los bajos fondos”, dijo. “Y había quienes querían desorden, pero él impuso orden… a la antigua”. Me regaló una mirada resabiada. Hubo un momento en el que Daza acudió a él en busca de ayuda. “Estuvo aquí por seis meses. Permanecía como el líder oficial de la Torre, pero se quedó aquí”. Según Argenis, Daza había “salido de la cárcel con problemas. Había gente que quería matarlo y lo protegimos”. Dejó abierta la posibilidad de que Daza volviera a la vida criminal. “Creo que ya colgó los guantes”, dice Argenis, sonriendo irónicamente. “Pero siempre puede volver a caer en tentación, porque tenemos que cuidar de nosotros mismos, ¿sabes?”
Argenis mantenía enemigos también. “He matado a hombres. He dejado a otros en silla de ruedas. Dejé a algunos estériles. Sólo imagínalo: me van a odiar por el resto de sus vidas”. Cuando le pregunté cómo la cultura del malandro había cobrado tanta fuerza, me respondió que se debía a las cárceles. Me explicó que los hombres internados ni siquiera trataban de escapar, porque “tienen todo lo que necesitan allí y viven tan bien o mejor que en las calles”. La economía penitenciaria estaba en auge, con miles de millones de bolívares generados a través del control del tráfico de drogas. “Las cárceles son muy fuertes, y han llegado a ser mucho más fuertes en los últimos siete u ocho años”.
Argenis cumplió su condena en una prisión llamada Yare, situada en medio de colinas a una hora del sur de Caracas. Yo visité la cárcel en el 2001 y un funcionario de la prisión me condujo por un camino de tierra alrededor del perímetro de la verja que cercaba el edificio. Nos detuvimos y vi dos bloques de celdas con decenas de agujeros de bala en sus fachadas. Había agujeros donde debían estar las ventanas y un grupo grande de hombres rudos sin camisa bajaba la mirada hacia nosotros. Una línea gruesa y negra de excremento humano recorría la pared exterior y el patio de abajo era un mar de lodo y basura de varios pies de profundidad. “No podemos quedarnos por aquí”, me dijo el funcionario. “Si nos quedamos demasiado tiempo, puede que nos disparen”. A medida que nos alejábamos, me explicó que sólo había seis guardias a la vez dentro de la prisión. Los internos permitían a un guardia elegido por ellos para acercarse hasta una puerta determinada y recuperar los cadáveres dejados allí.
Chávez estuvo preso en Yare durante dos años después de su intento de golpe de Estado. A pesar de que se mantuvo en un área segura para presos políticos, supuestamente escuchó con impotencia cómo un grupo violaba a otro recluso, le cortaban la garganta y luego era apuñalado hasta morir. Chávez fue perdonado en 1994 y al comienzo de su presidencia se comprometió a contribuir con la reforma del sistema carcelario. Pero, mientras nuevas causas y crisis emergían, las prisiones fueron olvidadas: de las veinticuatro prisiones que prometió construir, sólo se construyeron cuatro. El año pasado hubo más de quinientas muertes violentas en el sistema. En agosto, dos pandillas de Yare se involucraron en un tiroteo de cuatro horas en el que murieron veinticinco reclusos y un visitante. Se publicaron fotografías de Geomar y El Trompiz, los jefes pandilleros responsables de la masacre, posando desafiantes con sus armas. El Trompiz fue asesinado el pasado enero, al parecer por sus propios hombres.
Después de que Chávez fue reelecto, declaró un estado de emergencia en el sistema penitenciario del país, y prometió una completa transformación. Sin embargo, Argenis sugiere que el daño ya estaba hecho. “Este gobierno ha sido más permisivo: los gobiernos anteriores eran más represivos”, dijo. “Y así, la cultura malandra ha crecido y ha migrado de las cárceles hacia las escuelas, las universidades y las calles. Se ha convertido en una cultura nacional”.
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Lo primero que un visitante ve al llegar desde el Aeropuerto Internacional a Caracas es un barrio, quizás el más famoso de la ciudad: el 23 de Enero. “El 23″, como se le conoce, fue construido en los años cincuenta como un proyecto de vivienda pública diseñado por uno de los más grandes arquitectos del país: Carlos Raúl Villanueva. Es un complejo de ochenta edificios que ocupa verticalmente un enorme pedazo de tierra en la entrada norte de la ciudad. Fue concebido como un enorme suburbio, dividido entre edificios de cuatro plantas y torres de quince pisos, entrelazados por jardines y caminerías.
Hoy en día, los espacios verdes están sobrecargados de invasores. El 23 es una favela donde viven unas cien mil personas, apretadas entre los bloques de apartamentos de Villanueva. La zona es un volátil mosaico de colectivos independientes que abarcan desde aquellos con pretensiones izquierdistas hasta criminales puros y duros. Muchos están armados.
Uno de las figuras emblemáticas del 23 fue Lina Ron, una activista militante de pelo rubio teñido y carácter grandilocuente. Antes de morir el año pasado de un infarto, Ron organizó ruidosas protestas antiimperialistas que con frecuencia se tornaban violentas. Chávez toleraba a Ron y sus agresivos seguidores porque era una apasionada defensora de sus políticas y solía aparecer a su lado en marchas y eventos. En 2001, Chávez me insinuó que había aceptado a la extrema izquierda como una forma de impedir un golpe de Estado como el que lo puso en el cargo. “La verdad es que necesitamos una revolución aquí y si no lo logramos ahora vendrá después, con otra cara”, dijo. “Tal vez de la misma manera que comenzó, una medianoche con pistolas”.
Probablemente no haya hoy en día otro chavista más abiertamente radical que Juan Barreto. Profesor de cincuenta años de la Universidad Central, Barreto es un marxista rotundo, brillante y locuaz. Fue Alcalde Mayor de Caracas, supervisando todos los distritos de la ciudad desde el 2004 hasta 2008, cuando ocurrieron muchas de las invasiones, incluyendo la ocupación de la Torre de David. Pasé algún tiempo con él a inicios del 2008 y me quedó claro que era visto como un protector por algunos ocupantes ilegales del centro de la ciudad. Barreto siempre ha dicho que no apoya las invasiones, pero consiente las expropiaciones de propiedades abandonadas en la ciudad para aliviar la crisis habitacional. En una acción típica de su mandato, Barreto enfureció a la fracción adinerada de la ciudad al amenazar con la confiscación del Country Club de Caracas, rodeado de suntuosas villas y jardines que circundan un campo de golf de dieciocho hoyos, para darle el espacio al pueblo. Al final, el plan fue abandonado, al parecer, por órdenes de Chávez.
La franqueza de Barreto le ha ganado numerosos enemigos e incluso muchos jefes chavistas lo ven como un fanático desbocado, con una tendencia de hablar públicamente acerca de “armar al pueblo” para defender la revolución. Siendo alcalde, claramente le encantaba ser el enfant terrible de la revolución de Chávez. Organizó una tripulación de motorizados guardaespaldas que viajaban con él. Entre sus allegados estaba un ex sicario adolescente llamado Cristian, que estaba siendo rehabilitado por Barreto. Al presentármelo le preguntó: “Cristian, ¿a cuántas personas has matado?” El chico murmuró “Unas sesenta, creo…” y Barreto se rió con deleite.
Cuando Barreto dejó el cargo, entró en un limbo político que terminó el año pasado durante la campaña de reelección de Chávez, en la que volvió al entorno presidencial. Fue el líder de un grupo informal de colectivos radicales de barrios con los que formó una nueva organización, REDES, que se unió a la campaña del presidente. Caracas fue abarrotada de pósters de REDES que muestran a un Chávez hinchado, debido a tratamientos con esteroides, unido por un abrazo varonil con el aún más corpulento Barreto.
Me encontré con Barreto en su casa situada en el sector de El Cementerio, llamado así por el gran cementerio que alberga y en el que malandros celebran rituales en honor a sus camaradas caídos. Las colinas cercanas están cubiertas por ranchos. El frente de la casa de Barreto es una enorme puerta doble de hierro, resguardada por un par de vigilantes armados con pastores alemanes cerca. Después de haberme identificado me condujeron a través del garaje, donde había dos camionetas blindadas estacionadas. Dentro había un claustro repleto de arte moderno y esculturas, además de un gran acuario. Barreto estaba en la parte de arriba, en una cocina de último modelo preparando tamales. A un lado de la cocina estaba la sala de estar, donde un grupo de hombres jóvenes, miembros de su séquito, estaban sentados en una mesa con laptops. La habitación estaba decorada con una pintura erótica hecha por Barreto —una mujer sin camisa, con la mano de un hombre dejando caer una fresa en su boca— junto a una botella de Johnnie Walker Platinum (“regalo de un amigo”) y una figura de Marlon Brando como Don Corleone.
Barreto explicó que él y sus compañeros estaban trabajando para convertir a REDES en un partido político. Chávez había mostrado un reciente plan para el “socialismo del siglo veintiuno”, en el cual la sociedad venezolana sería reestructurada en comunas. Nadie entendía exactamente lo que el término significaba o cómo se aplicaría, excepto tal vez el propio Chávez, y había un acalorado debate al respecto. Barreto dijo que él y sus seguidores estaban preocupados pues, sin la presión de grupos como REDES, el plan se utilizaría para “meter en una camisa de fuerza” a las verdaderas fuerzas revolucionarias.
Para ayudar a crear una comuna auténtica, Barreto trabaja estrechamente con Alexis Vive, uno de los colectivos armados mejor organizados del 23. Barreto sugirió subir a verlos. A medida que entramos en una de sus camionetas —que, según él, Chávez le había prestado—, un guardaespaldas sacó una ametralladora, una P90 belga. “Hermosa, ¿verdad?”, dijo Barreto, sonriendo. “Dispara cincuenta y siete balas”. Explicó que armas como estas son necesarias para defenderse. “No es que estemos en contra del gobierno. Es que no encuentro la manera de apoyarlo totalmente”. Se echó a reír. “Es como cuando tienes una mujer hermosa, pero te has desenamorado de ella. Es difícil. La quieres un momento y al siguiente no, ¿me entiendes?”
En la sede del colectivo Alexis Vive hay murales de Marx, Mao, Castro y el Che Guevara pero, aparte de algunos hombres armados merodeando al borde de unos edificios cercanos, los soldados se mantenían discretamente fuera de la vista. Uno de los líderes del grupo, un joven estudiante de Sociología llamado Salvador, me explicó que el colectivo controlaba unas cincuenta acres que alojaban cerca de diez mil habitantes, con quienes trataban de formar en un colectivo marxista autosustentable. El grupo estaba armado sólo para defenderse, dijo. Policías corruptos y miembros de la Guardia Nacional venezolana estaban trabajando con grupos de malandros del 23, a veces en zonas que bordeaban su propio territorio. Barreto sostuvo que el contingente armado estaba protegiendo a su pueblo de oficiales delincuentes. “No han sido capaces de llegar aquí desde 2008″, dijo entre risas. “Hemos estado en tiroteos con ellos”.
La corrupción en las fuerzas de seguridad es un problema profundamente arraigado —y según Barreto—es la verdadera fuente de la cultura criminal del país. Dijo haber luchado contra el problema durante su período como Alcalde, sustituyendo gran parte de la fuerza policial con miembros de los Tupamaros, un grupo armado del 23 de Enero. Salvador dice que la situación surge de la incapacidad de Chávez para enfrentarse a los verdaderos criminales: “Chávez no ha perseguido a los malandros porque cree que pueden volverse en su contra”.
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Un domingo, cincuenta sillas de plástico fueron alineadas para la misa dominical en la iglesia de Daza, pero sólo una docena de personas se presentaron, casi todas mujeres y niños. Daza no se veía molesto. Llevaba una corbata, pantalones y zapatos negros. Probó el micrófono cantando “Gloria” y “Aleluya”, mientras que un par de hombres acomodaban el equipo musical: una batería, un órgano eléctrico y enormes altavoces. Llegaron un par de mujeres más y se arrodillaron a orar antes de unirse a la congregación. Apareció Gina, la compañera de Daza, con sus hijos, y sacó una Biblia forrada en una cubierta de rosado chillón.
Mientras los músicos tocaban, Daza cantaba desde un lado de la tarima (cantaba mal pero sin complejos) y tocaba unos bongos. Finalmente tomó el micrófono y comenzó a gritar, en un rítmico gruñido ronco, sobre el bien y el mal. Dijo: “Hay guerras en el mundo, en las que a la gente no les importa si los niños mueren, si las mujeres mueren, si los viejos mueren: lo único que les importa son las riquezas. Pero la Biblia dice que sólo hay una vida y es ésta. El Señor conoce la vida eterna, pero sólo él la conoce y entonces debemos vivir ésta. Tenemos que vivir esta vida y ser buenos con Dios”.
El servicio duró tres horas. Las mujeres se balanceaban y movían sus pies con los ojos cerrados. La voz de Daza se volvió un fascinante muro sonoro. Hubo un momento en el que se levantó a testificar un joven predicador invitado llamado Juan Miguel. Dijo ser de un barrio pobre y que su padre estaba loco. Había estado en la cárcel, y su casa había sido arrasada por las inundaciones de 2010. Vivía con miles de otros damnificados en el interior de un centro comercial expropiado por Chávez. “Hemos tenido vidas difíciles, vidas duras, pero Dios nos ha llamado a predicar su palabra”. Sus ojos brillaban cuando le dijo a Daza: “Dios nos ha escogido. Dios ha escogido a Venezuela para llevar el Evangelio al Mundo”.
Un día Daza me llevó a Miranda, un estado vecino, a ver el barrio donde vivió con su ex esposa y donde ésta aún vivía. A lo largo del camino habló, como siempre, de cómo Dios lo había salvado. Dejó la escuela cuando tenía trece años y a los catorce ya estaba en la vida pandillera. Aprendió a leer durante su segunda estadía en prisión y la Biblia fue su primer libro. “Yo no tengo preparación universitaria, pero me he educado mucho sobre Dios. Solía hablarle a la gente de manera ofensiva, con groserías. Me salía la inmundicia. Pero leí en alguna parte de la Biblia, no recuerdo dónde, que el lenguaje grosero corrompe las buenas costumbres. Y cuando leí eso me dije: ‘Ay, Dios me está hablando’”.
Llegamos a una pequeña casa de bloques en la loma de un cerro empinado que se alzaba sobre otras colinas boscosas, marcadas por nuevas invasiones. La hija de la ex esposa de Daza estaba allí, una mujer joven y rolliza de unos veinte años. Parecía feliz de ver a Daza. Nos sentamos en una pequeña sala de estar y Daza comenzó a recordar la vida con su ex esposa. Aunque entonces era todavía un criminal, la relación había sido formativa para él. Ella era mayor que él y Daza sintió que ella lo ayudó a moldearlo como hombre. Ella también lo malcriaba, dijo riendo, ya que le cocinaba, limpiaba y hasta le planchaba su ropa.
Daza se veía con otras mujeres. “Yo solía cambiar de novias como tú te cambias de ropa”, me dijo, y dejó a varias embarazadas. Él y su ex esposa peleaban mucho. Se puso de pie y representó una pelea particularmente dramática, en la que Daza inmovilizó a su esposa contra la pared, sacó su pistola, y disparó justo al lado de su cabeza. “Era sólo para asustarla “, dijo sonriendo. Pero ella sostenía un cuchillo y, cuando Daza disparó (“quizás ella pensó que realmente iba a dispararle… o tal vez fue sólo su reacción instintiva”), le había clavado el cuchillo en el pecho. Salió tambaleándose de la casa y se internó en una clínica. Tuvo suerte: el cuchillo falló en darle al corazón o a otros órganos vitales. La joven asintió con la cabeza y se rió al recordar el incidente. “Después volvimos a estar juntos”, dijo Daza.
En el carro, le pregunté a Daza si se arrepentía de algo
—No… —dijo.
—¿Qué hay de los hombres que has matado?
—¿Como quién?
—Como el malandro que mataste cuando tenías quince años.
Daza se quedó callado. Después de un minuto, dijo: “Yo era un ignorante y ahora me he transformado. Me siento como un hombre nuevo, una nueva persona. Ésas son cosas que se viven en la vida y que, bueno, Dios permitió, pero ahora creo que soy diferente”.
Daza volvió a guardar silencio y luego dijo: “En esta vida, cuando te conviertes en un líder, tu vida corre riesgo porque te ganas enemigos. A veces la gente piensa que estás involucrado con mafias y cosas extrañas, gracias a tu pasado. Los enemigos siempre van a tratar de desacreditarte. El Diablo tratará de garantizar que continúes siendo miserable para utilizarte para su beneficio”.
Al final era difícil saber si El Niño Daza era un malandro, un genuino defensor de los pobres o ambas cosas. Lo qué parecía claro es que estaba perfectamente adaptado a la vida en la Venezuela de Hugo Chávez, capaz de obtener ventajas por todos los medios: aprovechando los vacíos dejados por el gobierno, manejando su propia empresa capitalista y negociando con el mundo del hampa cuando era necesario. Al salir de su antiguo barrio, la calle estaba llena por un pequeño mitin político. Henrique Capriles, quien compitió contra Chávez en las elecciones presidenciales, es el gobernador de Miranda y las elecciones gubernamentales se avecinaban en pocas semanas. Voluntarios de la campaña repartían cerveza y carteles desde una camioneta. Daza se encogió de hombros. Esperaba que el candidato de Chávez ganara.
Daza comentó que estaba considerando meterse en la política. Siendo el jefe de la Torre de David, Daza ha logrado conocer a algunas autoridades de Caracas, incluyendo a funcionarios de Chávez, y estos le han pedido que considere la posibilidad de postularse para un puesto de concejal en la ciudad. Con los cambios propuestos por el gobierno y la creación de las comunas, Daza espera que la Torre de David pueda adquirir estatus legal. Ha comenzado a hacer sondeos en el edificio. “La gente me sigue diciendo que debería lanzarme y que tengo una buena oportunidad”, me dijo. “Así que lo estoy pensando”.
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En el centro de Caracas, a una milla de la Torre de David, un nuevo y espléndido mausoleo está a punto de ser terminado. Chávez ordenó su construcción hace dos años para proporcionar un nuevo lugar de descanso a los huesos de Simón Bolívar. Chávez ya había ordenado anteriormente exhumar y examinar los restos de Bolívar, persiguiendo la hipótesis de que había sido envenenado por sus enemigos, pero la autopsia no llegó a ninguna conclusión. Después ordenó levantar la nueva tumba.
El edificio es una cuña blanca y delgada que se eleva ciento setenta pies como un mástil hacia el cielo. La construcción ha costado ciento cincuenta millones de dólares según reportajes y, como todo lo que ha hecho Chávez, es controversial. La construcción se llevó a cabo con mucha reserva y el mausoleo, que planeaba abrir sus puertas el pasado 17 de diciembre después de múltiples retrasos, aún no se ha inaugurado. En el momento en que se complete se convertirá en la pieza central de un decadente rincón de la ciudad, junto a una vieja fortaleza militar (donde Chávez estuvo brevemente encarcelado después de su intento de golpe) y al Panteón Nacional, una iglesia del siglo XIX donde los restos de Bolívar son vigilados por guardias floridamente uniformados. Hay rumores persistentes de que cuando Chávez muera será enterrado en el mausoleo, al lado de Bolívar.
Por supuesto, Chávez y sus seguidores tienen la esperanza de que su lucha no sea sepultada con él. En 2001, Chávez me dijo que era su más ferviente deseo llevar a cabo una “verdadera revolución” en Venezuela. Sin embargo, unos años más tarde su viejo maestro Jorge Giordani parecía preocupado de que su protegido no estuviera construyendo una revolución permanente. “Yo también soy un Quijote”, dijo. “Pero hay que tener los pies firmemente plantados en la tierra. Si todavía tenemos petróleo, vamos a tener un país de verdad en unos veinte años, pero tenemos mucho que hacer entre hoy y ese entonces”, dijo Giordani. Y recitó un proverbio venezolano: “Muerto el perro, se acabó la rabia…”
Ahora, mientras Chávez yace gravemente enfermo, los hombres que se denominan chavistas transmiten sus supuestos deseos a los ciudadanos. Durante los pasados meses, los venezolanos han tenido muy poca información confiable acerca de sus intenciones o del verdadero estado de su salud y, por lo tanto, tienen poco que decir acerca de su propio futuro. Para ellos, la muerte de Chávez representa el final de una larga y fascinante actuación. Le dieron el poder elección tras elección: son víctimas de su afecto por un hombre carismático al que le permitieron convertirse en el personaje central del escenario venezolano, a expensas de todo lo demás. Después de casi una generación, Chávez deja a sus compatriotas con muchas preguntas sin respuestas y sólo una certeza: la revolución que trató de llevar a cabo nunca sucedió. Comenzó con Chávez, y lo más probable, es que con él termine.
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Pueden leer la crónica en inglés pulsando aquí. Traducción al español: Nelson Algomeda
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