MARCOS R. CARRILLO P. | EL UNIVERSAL
viernes 29 de julio de 2011 05:33 PM
¿Qué significa este parapeto, este inmenso teatro que es el gobierno actual? Todo se maneja en forma de rituales de un oscuro culto. A todo se le da un aire artificialmente litúrgico, hay un tufo falsamente sacramental en cada palabra, en cada gesto. Todo es una ácida pasta de cursilería, adulancia, egocentrismo, codicia y frivolidad empacada en consignas vacías pero de gesto heroico, en declaraciones ociosas entonadas en forma de proclama. Se sienten protagonistas de una obra póstuma de Eduardo Blanco que recién ellos descubren y en la que actúan, en una especie de teatro de escuela primaria, de utilería barata, parlamento pueril y pretensiones épicas, como el niño que recita algo sobre una rosa para la mamá y todos aplauden o lloran. Pero en este caso no se trata de infantes graciosos sino de adultos hechos los graciosos.
Todo se nota burdo, increíblemente artificial, como una telenovela de ínfima producción, como unos amateurs representando por primera vez a Valle Inclán. Todo es sobreactuado, caricaturesco, lleno de gestos de desesperación producto de un esfuerzo enorme por complacer no al público sino al productor que quita y pone a su antojo y capricho, llámese Chávez en el caso de sus subordinados o Fidel en el caso del primero.
Por eso se ven cosas en las que el ridículo y lo grotesco se entrelazan en una infinita hebra de lisonja que no sólo humilla a quienes la tejen sino que desprestigia a quien la recibe con prepotencia. Así, los diputados se pelean el micrófono por una jaculatoria pública, los magistrados doblegan su independencia y respeto propio para someterse al designio presidencial, los ministros se focalizan en jalar sin pudor y el poder moral se transforma en defensor del abuso.
El lenguaje y los gestos mutan según las necesidades adulatorias. Meses atrás todo era "patria, socialismo o muerte". Hoy, cumpliendo la profecía de un chiste de Twiter y fieles a la mezcla de infinita cobardía y creencia en las más iletradas supercherías, cambian el lema y andan desesperados diciendo "viviremos" donde gritaban muerte. Hoy se hace costumbre oír al convaleciente desde el más allá (Cuba, su casa o su cama), como quien escucha el momento en el que Dios ordena a Abraham el sacrificio de su hijo. Pero todo sigue siendo una inmensa mediocridad, y esa voz que oyen sus adláteres solemnemente termina siendo no la de una divinidad, sino la del narrador en off de la guerra de los sexos que pretende poner orden en un zaperoco de trivialidad, gritadera y chabacanería.
En esta comedia prototeológica Bolívar termina siendo una parodia, los llamados contra el imperio sólo son secundados por alfeñiques mentales como Evo Morales, se emiten bonos que aparentan riqueza a costa de hipotecar al país, se construyen viviendas en África en vez de los Valles del Tuy o se proclama el desarrollo endógeno en un país que importa caraotas de Nicaragua.
Esta perversa mezcla de falsa religión y mal teatro no es más que una inmensa farsa propia de todo totalitarismo, parte de un mismo show, efímero, pirata y dispendioso, cuyo sentido es doble: una fórmula de engaño para mantenerse en el poder y una advertencia para todo el que desee recuperar la cordura y la democracia en el país. Abajo el telón, podéis ir en paz.
Todo se nota burdo, increíblemente artificial, como una telenovela de ínfima producción, como unos amateurs representando por primera vez a Valle Inclán. Todo es sobreactuado, caricaturesco, lleno de gestos de desesperación producto de un esfuerzo enorme por complacer no al público sino al productor que quita y pone a su antojo y capricho, llámese Chávez en el caso de sus subordinados o Fidel en el caso del primero.
Por eso se ven cosas en las que el ridículo y lo grotesco se entrelazan en una infinita hebra de lisonja que no sólo humilla a quienes la tejen sino que desprestigia a quien la recibe con prepotencia. Así, los diputados se pelean el micrófono por una jaculatoria pública, los magistrados doblegan su independencia y respeto propio para someterse al designio presidencial, los ministros se focalizan en jalar sin pudor y el poder moral se transforma en defensor del abuso.
El lenguaje y los gestos mutan según las necesidades adulatorias. Meses atrás todo era "patria, socialismo o muerte". Hoy, cumpliendo la profecía de un chiste de Twiter y fieles a la mezcla de infinita cobardía y creencia en las más iletradas supercherías, cambian el lema y andan desesperados diciendo "viviremos" donde gritaban muerte. Hoy se hace costumbre oír al convaleciente desde el más allá (Cuba, su casa o su cama), como quien escucha el momento en el que Dios ordena a Abraham el sacrificio de su hijo. Pero todo sigue siendo una inmensa mediocridad, y esa voz que oyen sus adláteres solemnemente termina siendo no la de una divinidad, sino la del narrador en off de la guerra de los sexos que pretende poner orden en un zaperoco de trivialidad, gritadera y chabacanería.
En esta comedia prototeológica Bolívar termina siendo una parodia, los llamados contra el imperio sólo son secundados por alfeñiques mentales como Evo Morales, se emiten bonos que aparentan riqueza a costa de hipotecar al país, se construyen viviendas en África en vez de los Valles del Tuy o se proclama el desarrollo endógeno en un país que importa caraotas de Nicaragua.
Esta perversa mezcla de falsa religión y mal teatro no es más que una inmensa farsa propia de todo totalitarismo, parte de un mismo show, efímero, pirata y dispendioso, cuyo sentido es doble: una fórmula de engaño para mantenerse en el poder y una advertencia para todo el que desee recuperar la cordura y la democracia en el país. Abajo el telón, podéis ir en paz.
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