Fernando Mires
En un reciente artículo intenté expresarme
acerca de las dificultades para que en Venezuela ocurran hechos de protesta
masiva como los que tienen lugar en Turquía y Brasil. Entre otras razones aduje
que en Venezuela bajo el chavismo, la columna vertebral de la sociedad ha sido
quebrada por un gobierno que a la vez controla todo el aparato del estado. En
virtud de un radical proceso estatizante, las organizaciones sociales existen,
pero de un modo extremadamente atomizado. Ninguna —quizás esa es la triste
verdad mostrada por el paro universitario— posee la capacidad convocatoria para
nuclear, detrás de sí o en su torno, a la creciente disconformidad con el
gobierno de Maduro.
En estricto sentido del término, en Venezuela
no hay sociedad ni democracia. En lugar de la sociedad (conjunto de
asociaciones) el chavismo intentó erigir un corporativismo de tipo
“mussoliniano” de acuerdo al cual las asociaciones, en vez de comunicarse entre
sí, se convierten en simples dependencias populares del estado. La democracia a
su vez, sólo se manifiesta de modo electoral. Pero aún así, el hecho de que los
resultados electorales están, si no determinados, por lo menos influidos desde
el gobierno-estado, son cada vez más evidentes.
Ahora,
precisamente el hecho de que Capriles y la MUD hayan cuestionado los resultados
de las elecciones presidenciales, ha dado nueva vida a la peligrosa tendencia
abstencionista que siempre se mantiene latente dentro de la oposición. De ahí a
pedir el boicot a las elecciones de alcaldes que tendrán lugar el ya muy próximo
8 de Diciembre, hay un solo paso.
Quienes
defienden el abstencionismo apelan esta vez a cierta lógica formal. Si hubo un
gran fraude en las elecciones presidenciales, arguyen, habrá otro igual en las
de alcaldes. De acuerdo a esa lógica, la letra B debe seguir a la letra A. Lo
que, sin embargo, no logran entender es que la lógica de la política no es
formal y en ella la B no sigue necesariamente a la A. Después de la A puede en
política venir la C , la D o la Z. Todo depende de como se van dando las
cosas.
Pero
antes de argumentar a favor de la participación electoral, vale la pena dejar
establecido una premisa ética: Votar es, antes que nada, un deber. No se vota
para ganar. Se vota porque es un deber hacia uno y hacia los demás, nos guste o
no. Se es ciudadano cuando se vota, aunque no se elija. ¿No ocurre lo mismo
acaso con el pago de nuestros impuestos? ¿No voy a pagar impuestos solo porque
estoy convencido de que mi dinero va a ser destinado a financiar la dispendiosa
vida de algunos políticos? No, la declaración de impuesto es mi deber. Solo
después de hacerla puedo reclamar sobre el destino de mi dinero. Antes,
nunca.
Sin
embargo, “la razón moral no tendría sentido si no estuviera unida a la razón
práctica” (Kant). En el caso venezolano las razones prácticas de votar también
existen. Entre varias destacaré a tres que por el momento parecen ser muy
decisivas.
La
primera es que, aún habiendo fraude, cuando la voluntad popular se hace presente
con decisión y fuerza, el fraude puede ser disminuido e incluso evitado. De
acuerdo a la lógica abstencionista, por ejemplo, nunca Henrique Capriles habría
podido ser elegido gobernador de Miranda a pesar de que en Miranda, Capriles no
derrotó a cualquiera. Derrotó a un Jaua, delfín de Chávez. En cierto modo, en
Miranda, Capriles derrotó a Chávez.
No
olvidemos que Mario Silva en sus cruciales revelaciones dejó muy claro que él
pertenece a una fracción del chavismo dispuesta a suprimir a las elecciones de
acuerdo a recomendaciones directas recibidas de Fidel Castro. Eso quiere decir,
evidentemente, que para algunas fracciones del chavismo las elecciones que
otrora fueron un medio de legitimación, han llegado a convertirse en un medio
que puede llevar a la propia caída del gobierno.
La
segunda razón práctica se refiere al hecho de que en las elecciones las
victorias no sólo tienen un carácter cuantitativo sino también uno cualitativo.
Permítaseme una simple pregunta: ¿Cuándo fue más fuerte la oposición, antes o
después de las elecciones del 14-04? La respuesta es obvia. La oposición salió
de las elecciones más fortalecida que nunca, con un líder popular reconocido por
todos, y con una unidad inter y extrapartidaria superior a la de cualquiera
oposición latinoamericana.
Ahora,
la misma pregunta al revés ¿Cuándo fue más débil el gobierno post-chavista,
antes o después de las elecciones del 14.04? Yo creo que hasta los chavistas más
convencidos estarán de acuerdo en aceptar que nunca en toda su historia el
chavismo ha sido más débil que después del 14-04. Con un líder que no es líder,
con divisiones que afloran por todos lados, y con una legitimación cada día más
cuestionada. Si a esa situación agregamos la brutal crisis económica legada por
Chávez, opinar que el post-chavismo vive la fase terminal de su vida, ya no es
un despropósito. Pues bien, todo eso ha sido evidenciado con una victoria
electoral que para el chavismo fue una derrota y con una derrota electoral que
para los demócratas fue una victoria.
Las
elecciones, eso es lo que no entienden nunca los abstencionistas, no son sólo un
medio para alcanzar el poder. Son, además, un fin en sí. Porque solo a través de
arduas campañas electorales es posible movilizar a grandes masas, desenmascarar
imposturas, decir las verdades que todos quieren escuchar, en fin, formar nuevas
conciencias.
Abstenerse
de votar, en cambio, es aceptar una derrota cuantitativa y cualitativa a la vez.
De ahí que la prédica del abstencionismo, bajo las condiciones que vive
Venezuela, es, se quiera o no, un acto políticamente criminal.
Tanto o más criminal —esta es la tercera
razón— si se tiene en cuenta que el 8 de Diciembre la oposición tiene, si las
cosas se hacen medianamente bien, todas las posibilidades de obtener la mayoría
nacional de los votos. De la dimensión de esa mayoría dependerá si el inevitable
diálogo con los sectores menos inflexibles del chavismo será entre iguales o de
vencedor a vencido; si habrá referéndum revocatorio; si surgirá una asamblea
constituyente, en fin, todos temas que por el momento sólo pertenecen al futuro.
Y si en la vida hay algo incierto, eso es el futuro.
Pero más allá de toda incertidumbre, las
elecciones para alcaldes ofrecen, por su propia naturaleza, una oportunidad
histórica extraordinaria. Por una parte los candidatos deberán debatir no sobre
ideologías, sino sobre los problemas cotidianos que afectan a cada zona
alcaldicia. Por otra, las elecciones tendrán el carácter de un verdadero
plebiscito nacional. Eso quiere decir: lo más pequeño y lo más grande de la
nación será puesto en juego en cada región, comuna o pueblo. ¿Quién se quiere
perder eso?
Venezuela no es, por ahora o mientras tanto,
una nación democrática. Pero aún así, las elecciones prometen ser una gran
fiesta democrática. El mundo estará pendiente, muy pendiente de ellas. Benditas
sean.
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