MARIANO NAVA CONTRERAS| EL UNIVERSAL
viernes 21 de febrero de 2014 12:00 AM
A Simón Díaz
Hay historias que pertenecen a la humanidad, en todo tiempo y en todo lugar, temas que han estado ahí desde siempre, flotando entre la gente, que forman parte de la sensibilidad humana y que de tanto en tanto son retomadas por algún cantor, algún poeta genial, un bardo de esos que van juntando palabras que todos sienten, alguien que tiene una sensibilidad tan aguda como para poder oler un sentimiento en el aire, atraparlo y volverlo poesía y canción. Seguramente a eso se refería Borges cuando decía que él no escogía los temas de sus cuentos, sino que ellos eran los que lo escogían a él, como para explicarnos que los grandes temas de la humanidad están y siempre han estado ahí, y que son ellos los que escogen a los autores a capricho. Seguramente era una manera de definir lo que algunos llaman inspiración. Borges también decía, con esa capacidad tan suya de sorprendernos, que esos temas universales, a pesar de lo que en principio pudiéramos creer, son poquísimos: la amistad, la muerte, la tierra donde nacemos y, sobre todo, el amor.
La metáfora del amor como una yegua salvaje a la que hay que domar es tan antigua como la literatura. Entre los griegos, un poeta lírico como Anacreonte de Teos escribía en el siglo V a.C. despechadas canciones de amor donde, en tono autobiográfico, nos contaba sus propias desventuras de amante pasadito de años. En un singular fragmento se dirige a una díscola y hermosa chica, que al parecer se divierte evadiendo los requiebros amorosos del viejo poeta: "¿Por qué, potranca tracia, mirándome de reojo te me escapas sin piedad y piensas que no sé nada que te pueda interesar? Ten presente que bien podría ponerte freno y brida, y agarrándote por las riendas hacerte dar unas buenas vueltas por el corral. Sin embargo, de momento, paces libre por las praderas y corcoveando te diviertes, porque aún no te ha llegado el experto jinete que te pueda domar".
Se trata de la primera vez que, en toda la poesía de Occidente, aparece esta metáfora del amor como una potra salvaje que, sin saberlo, espera por el "experto jinete" que lo habrá de domar. La potra es arisca, "mira de reojo" al poeta y lo desprecia. Además, proviene de un lugar lejano, la Tracia, tenido en el imaginario griego por región remota y semisalvaje. Independientemente de las evidentes connotaciones sexuales que nos reporta la imagen, la conquista del amor se nos presenta como una difícil aventura que precisa de mucha paciencia y maña, y que sin embargo nos atrae irresistiblemente. El reto de la seducción convoca al saber veterado del amante, del conquistador que "pudiera ponerle freno y brida" si le diera en gana, pues por algo es "domador experto". Tarde o temprano llegará tu hora, parece advertirle el poeta a su potra.
Anacreonte compuso pequeñas canciones en las que cantaba las pasiones sencillas, los amores, desamores, las tristezas y alegrías de la gente común. Su poesía se oponía diametralmente a los grandes cantos guerreros como la Ilíada, y tal vez por ello mismo su obra fue largo tiempo despreciada, tenida por los filólogos como "demasiado ligera". En otro peculiar fragmento nos cuenta: "Otra vez el rubio Eros me lanza la pelota, invitándome a jugar con aquella chica de sandalias; pero ella, que es de Lesbos, mis cabellos desprecia porque ya están blancos, y tras otra chica corre, boquiabierta". De nuevo el amor como lúdico reto, el juego al que el hijo de Afrodita invita a un poeta ya, sin embargo, demasiado viejo para aceptarlo. La llegada del amor no tiene edad ni momento oportuno, parece quejarse el poeta, y depende del capricho de un dios juguetón.
Recientes investigaciones han demostrado que los antiguos indoeuropeos, el pueblo que invadió a Grecia unos 2.500 años antes de Cristo convirtiéndose en los antepasados de los griegos, conocían ya la poesía guerrera, pero también la poesía amorosa. O sea que los antiguos cantaron al amor y a la guerra desde siempre, incluso mucho antes de ser griegos. No queda más remedio que darle la razón a Borges, cuando decía que los grandes temas de la poesía habían estado ahí desde siempre esperando a que algún poeta, de cualquier tiempo y en cualquier lugar (pongamos como ejemplo, del llano venezolano), los convirtiera en poesía y en canción, y los hiciera pervivir eternamente en nuestra memoria.
Hay historias que pertenecen a la humanidad, en todo tiempo y en todo lugar, temas que han estado ahí desde siempre, flotando entre la gente, que forman parte de la sensibilidad humana y que de tanto en tanto son retomadas por algún cantor, algún poeta genial, un bardo de esos que van juntando palabras que todos sienten, alguien que tiene una sensibilidad tan aguda como para poder oler un sentimiento en el aire, atraparlo y volverlo poesía y canción. Seguramente a eso se refería Borges cuando decía que él no escogía los temas de sus cuentos, sino que ellos eran los que lo escogían a él, como para explicarnos que los grandes temas de la humanidad están y siempre han estado ahí, y que son ellos los que escogen a los autores a capricho. Seguramente era una manera de definir lo que algunos llaman inspiración. Borges también decía, con esa capacidad tan suya de sorprendernos, que esos temas universales, a pesar de lo que en principio pudiéramos creer, son poquísimos: la amistad, la muerte, la tierra donde nacemos y, sobre todo, el amor.
La metáfora del amor como una yegua salvaje a la que hay que domar es tan antigua como la literatura. Entre los griegos, un poeta lírico como Anacreonte de Teos escribía en el siglo V a.C. despechadas canciones de amor donde, en tono autobiográfico, nos contaba sus propias desventuras de amante pasadito de años. En un singular fragmento se dirige a una díscola y hermosa chica, que al parecer se divierte evadiendo los requiebros amorosos del viejo poeta: "¿Por qué, potranca tracia, mirándome de reojo te me escapas sin piedad y piensas que no sé nada que te pueda interesar? Ten presente que bien podría ponerte freno y brida, y agarrándote por las riendas hacerte dar unas buenas vueltas por el corral. Sin embargo, de momento, paces libre por las praderas y corcoveando te diviertes, porque aún no te ha llegado el experto jinete que te pueda domar".
Se trata de la primera vez que, en toda la poesía de Occidente, aparece esta metáfora del amor como una potra salvaje que, sin saberlo, espera por el "experto jinete" que lo habrá de domar. La potra es arisca, "mira de reojo" al poeta y lo desprecia. Además, proviene de un lugar lejano, la Tracia, tenido en el imaginario griego por región remota y semisalvaje. Independientemente de las evidentes connotaciones sexuales que nos reporta la imagen, la conquista del amor se nos presenta como una difícil aventura que precisa de mucha paciencia y maña, y que sin embargo nos atrae irresistiblemente. El reto de la seducción convoca al saber veterado del amante, del conquistador que "pudiera ponerle freno y brida" si le diera en gana, pues por algo es "domador experto". Tarde o temprano llegará tu hora, parece advertirle el poeta a su potra.
Anacreonte compuso pequeñas canciones en las que cantaba las pasiones sencillas, los amores, desamores, las tristezas y alegrías de la gente común. Su poesía se oponía diametralmente a los grandes cantos guerreros como la Ilíada, y tal vez por ello mismo su obra fue largo tiempo despreciada, tenida por los filólogos como "demasiado ligera". En otro peculiar fragmento nos cuenta: "Otra vez el rubio Eros me lanza la pelota, invitándome a jugar con aquella chica de sandalias; pero ella, que es de Lesbos, mis cabellos desprecia porque ya están blancos, y tras otra chica corre, boquiabierta". De nuevo el amor como lúdico reto, el juego al que el hijo de Afrodita invita a un poeta ya, sin embargo, demasiado viejo para aceptarlo. La llegada del amor no tiene edad ni momento oportuno, parece quejarse el poeta, y depende del capricho de un dios juguetón.
Recientes investigaciones han demostrado que los antiguos indoeuropeos, el pueblo que invadió a Grecia unos 2.500 años antes de Cristo convirtiéndose en los antepasados de los griegos, conocían ya la poesía guerrera, pero también la poesía amorosa. O sea que los antiguos cantaron al amor y a la guerra desde siempre, incluso mucho antes de ser griegos. No queda más remedio que darle la razón a Borges, cuando decía que los grandes temas de la poesía habían estado ahí desde siempre esperando a que algún poeta, de cualquier tiempo y en cualquier lugar (pongamos como ejemplo, del llano venezolano), los convirtiera en poesía y en canción, y los hiciera pervivir eternamente en nuestra memoria.
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