Alfredo Sánchez
Publicado el Martes, 18/February/2014
Cuando,
obligado por las circunstancias, el famoso conductor de orquesta se vio
en la imperiosa necesidad de defenderse de sus críticos (cosa que no
hubiera querido tener que hacer), expuso en forma escueta las
motivaciones profundas de su conducta apenas balbuceando unas pocas
palabras: "Tienen que entenderme: yo lo único que soy es un músico que
cree en el arte. Que cree en el arte en general, y en particular en la
música y sus poderes místicos para nutrir las necesidades espirituales
del ser humano".
Dudamel acosado por sus críticos. Y no los musicales. AFP
Era
apenas el comienzo de su alegato definitivo. Pero también era su
confesión más íntima. El artista, el ser humano, intentaba así salvarse
del fallo final de la historia, que de todos modos lo juzgaría en forma
severa tanto por sus virtudes musicales indiscutibles como por su
actitud ambivalente, temerosa y egoísta frente a un régimen despiadado,
miserable y cruel.
Pero
su caso no era el único. Al año siguiente de su estrepitosa caída, la
mayoría de los partidarios del régimen, encontraba extremadamente
incómoda -pero a la vez absolutamente necesaria- su constante abjuración
de su pasado reciente, en especial aquellos que como él habían tenido
una especial figuración pública.
Los
funcionarios de aquel perverso sistema político que habían logrado
sobrevivir estaban obligados a apelar a toda clase de argumentos como
único mecanismo de defensa ante las crecientes peticiones de justicia.
¿Qué más podían hacer ante la frenética increpación pública de parte de
quienes habían sido víctimas directas de abusos, vejámenes y crímenes
por parte de las depuestas autoridades?
Ninguno
de los que -hasta entonces- habían sido incondicionales entusiastas del
Supremo Líder quería escuchar -y menos aún de boca de sus detractores-
ni un argumento
contra aquellos ideales considerados sublimes por la derrocada clase
gobernante. Tampoco querían oír ni un solo recuerdo de lo que había sido
su pasado más glorioso, cuando vivía la llama fulgurante del que era la
luz de sus ojos, el que con sus discursos incendiarios, sus
demostraciones de poder y su pretendida supremacía moral, les había
insuflado fuerzas para seguir en su primitiva y trasnochada lucha
ideológica. Todos aquellos emocionantes saludos, aquellos sentidos
abrazos y esas resplandecientes
con sus antiguos jefes habían ido a parar a un olvido forzoso. Y todo
apenas hacía unos pocos meses, después que los habían visto felices
fanfarronear y festejar sus tiempos de gloria hegemónica.
En
aquella monumental orgía de mando, en la que todos gozaban un mundo
denigrando de sus adversarios y humillándolos haciéndoles comer el polvo
de su condición minoritaria, el rol de los ejecutantes musicales no era
en ninguna forma secundario. Todo lo contrario. Significaba muchísimo
para sus jefes. Se trataba nada más y nada menos que del lado más
luminoso del régimen: la fachada gloriosa y excelsa del aquel Estado
superpoderoso y guerrero.
"Yo
era entonces muy ingenuo", llegó a afirmar en su postrera confesión el
afamado maestro conductor. "Creía ciegamente en la separación del arte y
la política y mi vida entera estaba dedicada exclusivamente a la
música. Yo pensaba que a través de ella podía hacer una contribución
especial a la sociedad manteniendo los ideales de humanidad, libertad y
justicia".
En ese
momento, lo interrumpió el militar que interrogaba al maestro recién
caído en desgracia, el entonces celebérrimo Wilhelm Furtwängler
(considerado uno de los más grandes genios musicales de su época y
flamante director de la mítica Orquesta Filarmónica de Berlín durante el
Tercer Reich):
-¿Dijo usted "ingenuo"? ¿Por qué? ¿Ya no cree que el arte y la política puedan existir separados?
-Yo creo que el arte y la política deben mantenerse separados, pero ellos (los nazis) nunca hubieran aceptado eso conmigo.
-Yo creo que el arte y la política deben mantenerse separados, pero ellos (los nazis) nunca hubieran aceptado eso conmigo.
-Entonces
déjeme decirle, Wilhelm, que para ellos usted fue únicamente su
"muchacho", su "criatura", su mejor "pieza publicitaria". Porque un día
dijeron: ¡Aquí está, éste es el más grande director de orquesta del
mundo! ¡Y tú te lo creíste! Y cuando yo preguntaba si tú eras miembro
del partido nazi, me di cuenta que cometía un error, porque no he debido
preguntarte eso, porque ¡tú para ellos eras mucho más que un miembro de
partido! ¡Tú lo eras TODO para ellos!"...
En
esta parte de la película (de "Taking Sides" o "Réquiem para un
imperio", del genial director húngaro István Szabó), el actor Harvey
Keitel reproduce para Fürtwangler (interpretado magistralmente por el
sueco Stellan Skarsgård) en una vieja victrola, el Adagio de la Sinfonía
No. 7 en Mi mayor de Anton Bruckner, grabación que los nazis usaron
para anunciar la muerte de su Führer, Adolf Hitler, en la radio.
-¿Y sabes
por qué escogieron precisamente esa grabación, Wilhelm? ¿Por qué fue la
tuya y no, por ejemplo, la del pequeño K (Herbert Von Karajan)? Pues
porque tú los representabas a ellos maravillosamente, Wilhelm. Y cuando
murió el demonio, lo único que querían era que su director favorito
condujera su marcha fúnebre (...) ¡Ellos tenían orquestas tocando música
de Wagner y Beethoven en los campos de concentración! (...) ¿Y tú me
vienes a hablar a mí de arte, de música y de cultura y no pones en la
balanza los muertos que tus amigotes tenían encima? ¡Yo definitivamente
no entiendo cuál es la relación que ustedes tienen con la música ni para
qué la necesitan! ¡Y sí, claro que te culpo por no haberte hecho
colgar... y te hago responsable de tu cobardía porque mientras todo
aquello pasaba tú lo único que hacías era pavonearte y contonearte,
miserable pedazo de mierda!
Conocida
es la historia posterior tras el período conocido como la
desnazificación: Furtwängler vagando el resto de su vida como un paria
espiritual por el mundo. Viviendo con la sombra de su oscuro pasado, y
aunque logró volver a dirigir, anduvo por el mundo arrastrando el
estigma de esa mala fama, sin jamás volver a sentir la gloria que los
nazis le habían hecho sentir como el "artista consentido", como el
"director favorito del régimen".
Todo
fue tan efímero como el mismo imperio destructor que trató de edificar
aquel supremo genio del mal que fue su Comandante Eterno.
La historia cuenta (como preámbulo de aquel final) que el 12 de abril de
1945 (apenas unos días antes del suicidio de Hitler), el arquitecto del
régimen (y Ministro de Armamento y Guerra del Tercer Reich) Albert
Speer, había ordenado restituir por un breve lapso de tiempo el
suministro eléctrico para que la Orquesta Filarmónica de Berlín pudiese
interpretar la obra de Richard Wagner "El crepúsculo de los dioses", el
equivalente prolegómeno germánico del común y corriente aforismo
criollo: "A cada cochino le llega su sábado".
Al finalizar la guerra, aún quedaban inscritos en el partido nazi la horripilante cifra de 8 millones de afiliados.
La historia particular de nuestro hoy flamante director de la
Filarmónica de Los Ángeles (y mañana probablemente de la legendaria
Orquesta Filarmónica de Berlín que condujeran los eminentes Furtwängler y
von Karajan) estará tal vez estrechamente relacionada con la forma en
que termine esta infausta saga del socialismo del siglo XXI. Y aunque la
experiencia demuestra que los seres humanos olvidamos demasiado
fácilmente (y muchos ciertamente lo hacen tanto más rápido cuando hay
dinero de por medio), hay eso que llaman "manchas en el alma" que tardan
varias generaciones en sanar. Y allí sí es verdad que no hay oro negro
ni excremento del diablo que sirva para cambiar el curso de las cosas.
Alfredo Sánchez
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