MARIANO NAVA CONTRERAS| EL UNIVERSAL
viernes 28 de marzo de 2014 12:00 AM
En la primera mitad del siglo III a.C. Cartago era la capital de una próspera república comercial. Sus posesiones abarcaban todo el Mediterráneo occidental, desde Libia hasta Cádiz, más allá de las Columnas de Hércules. Fundada por los fenicios de Tiro cinco siglos antes en una abrigada bahía a 17 kilómetros de lo que hoy es Túnez, Cartago no sometía militarmente a sus territorios, sino que los incorporaba a una activa red comercial que buscaba abrir siempre nuevos mercados. Así, en poco tiempo se convirtió en una de las ciudades más ricas del mundo antiguo. Las excavaciones arqueológicas han develado que tenía dos puertos, uno comercial y otro militar, ambos artificiales y comunicados por un canal navegable, lo que nos da una idea del desarrollo que llegó a alcanzar la ingeniería cartaginesa. El puerto militar podía albergar hasta 220 barcos, era circular y en el centro se alzaba una isla, también artificial, sede del almirantazgo. La ciudad estaba protegida por una triple muralla de 25 metros de altura y 10 de ancho, y su interior estaba cruzado por anchas avenidas que comunicaban los elegantes barrios, con edificios de hasta siete pisos, sistema de aguas servidas y baños públicos. Estrabón dice que llegó a tener 700.000 habitantes, toda una megalópolis en el mundo antiguo, justo antes de que fuera destruida por Roma.
Claro que una ciudad como Cartago tenía que ser un formidable obstáculo para las pretensiones expansionistas romanas. Eso lo supo Catón el Viejo, el testarudo senador que no se cansaba de repetir delenda est Carthago (Cartago debe ser destruida) en todos sus discursos, según cuenta su biógrafo Plutarco, pero también otros historiadores como Floro y Plinio en Viejo. Catón, conocido también como "el Censor", era un vehemente campeón del conservadurismo, y sentía especial repugnancia por el lujo y la opulencia en que vivían los cartagineses. Sin embargo, la verdadera causa de la rivalidad entre ambas ciudades estaba en la disputa por el dominio de las extensas y ricas costas al oeste del "Mare Nostrum", como gustaban llamar los romanos al Mediterráneo.
Doblegar a una potencia marítima como Cartago no podía ser sencillo. Fueron necesarias décadas para conseguirlo. Tres guerras, llamadas "Púnicas" por el nombre que los romanos daban a los ancestros de los cartagineses (Poenici, fenicios), se extendieron desde el año 264 al 146 a.C. No podría yo abundar aquí en el recuento de las hazañas acaecidas en cada una de las tres contiendas, y más bien me concentraré en cómo terminó todo. En el año 147 a.C., penúltimo de la guerra, 80.000 legionarios romanos que habían desembarcado el año anterior en las costas cartaginesas no habían conseguido romper la defensa de la ciudad. Entonces el Senado envió a un general, Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto del legendario Escipión el Africano, para que se hiciera cargo de la ofensiva. Escipión Emiliano decidió imponer un asfixiante cerco a Cartago, y esperó.
En otoño de 147, la ciudad ya se mostraba debilitada y los romanos se sintieron en condiciones de asaltarla. Dicen que la toma fue cruenta en demasía. Se combatió encarnizadamente casa por casa, según cuenta el historiador Polibio, quien presenció los hechos. Uno por uno los cartagineses fueron masacrados y sus casas incendiadas. Al sexto día, Asdrúbal, que había resistido junto a 900 cartagineses en el templo de Eshmún, se rindió ante Escipión y cayó de rodillas para rogar por su vida. Entonces su mujer, muerta de vergüenza, se suicidó, lanzándose a las llamas con sus hijos. Polibio también cuenta que esa noche Escipión, al ver toda la destrucción que había causado, lloró amargamente recordando unos versos de la Ilíada: "Llegará un día en que la sagrada Ilión haya perecido, y Príamo, y el pueblo de Príamo, el óptimo lancero". Una semana ardió la ciudad, pero aquello no fue suficiente. La orden del Senado romano era arrasar Cartago desde sus cimientos, que no quedara piedra sobre piedra ni memoria de ella. Entonces los soldados, con saña indefinible, se dieron a la tarea de remover sus escombros humeantes, abrir surcos en la tierra y sembrarle sal para que nunca más pudiera brotar nada de sus entrañas.
La historia del fin de Cartago nos lleva a pensar en cuánta destrucción es necesaria para acabar con un país. Cuánta saña y crueldad se precisan para doblegar a un pueblo. Cuándo sabemos que hemos tocado fondo, y hasta dónde es capaz de llegar un general que se "limita" a obedecer órdenes superiores, cuántos crímenes puede cometer un soldado que cumple un mandato. Pero esto último ya tiene que ver con la ética y la calidad humana (porque los militares, aún creo, son humanos), y es tema suficiente para otra reflexión.
Claro que una ciudad como Cartago tenía que ser un formidable obstáculo para las pretensiones expansionistas romanas. Eso lo supo Catón el Viejo, el testarudo senador que no se cansaba de repetir delenda est Carthago (Cartago debe ser destruida) en todos sus discursos, según cuenta su biógrafo Plutarco, pero también otros historiadores como Floro y Plinio en Viejo. Catón, conocido también como "el Censor", era un vehemente campeón del conservadurismo, y sentía especial repugnancia por el lujo y la opulencia en que vivían los cartagineses. Sin embargo, la verdadera causa de la rivalidad entre ambas ciudades estaba en la disputa por el dominio de las extensas y ricas costas al oeste del "Mare Nostrum", como gustaban llamar los romanos al Mediterráneo.
Doblegar a una potencia marítima como Cartago no podía ser sencillo. Fueron necesarias décadas para conseguirlo. Tres guerras, llamadas "Púnicas" por el nombre que los romanos daban a los ancestros de los cartagineses (Poenici, fenicios), se extendieron desde el año 264 al 146 a.C. No podría yo abundar aquí en el recuento de las hazañas acaecidas en cada una de las tres contiendas, y más bien me concentraré en cómo terminó todo. En el año 147 a.C., penúltimo de la guerra, 80.000 legionarios romanos que habían desembarcado el año anterior en las costas cartaginesas no habían conseguido romper la defensa de la ciudad. Entonces el Senado envió a un general, Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto del legendario Escipión el Africano, para que se hiciera cargo de la ofensiva. Escipión Emiliano decidió imponer un asfixiante cerco a Cartago, y esperó.
En otoño de 147, la ciudad ya se mostraba debilitada y los romanos se sintieron en condiciones de asaltarla. Dicen que la toma fue cruenta en demasía. Se combatió encarnizadamente casa por casa, según cuenta el historiador Polibio, quien presenció los hechos. Uno por uno los cartagineses fueron masacrados y sus casas incendiadas. Al sexto día, Asdrúbal, que había resistido junto a 900 cartagineses en el templo de Eshmún, se rindió ante Escipión y cayó de rodillas para rogar por su vida. Entonces su mujer, muerta de vergüenza, se suicidó, lanzándose a las llamas con sus hijos. Polibio también cuenta que esa noche Escipión, al ver toda la destrucción que había causado, lloró amargamente recordando unos versos de la Ilíada: "Llegará un día en que la sagrada Ilión haya perecido, y Príamo, y el pueblo de Príamo, el óptimo lancero". Una semana ardió la ciudad, pero aquello no fue suficiente. La orden del Senado romano era arrasar Cartago desde sus cimientos, que no quedara piedra sobre piedra ni memoria de ella. Entonces los soldados, con saña indefinible, se dieron a la tarea de remover sus escombros humeantes, abrir surcos en la tierra y sembrarle sal para que nunca más pudiera brotar nada de sus entrañas.
La historia del fin de Cartago nos lleva a pensar en cuánta destrucción es necesaria para acabar con un país. Cuánta saña y crueldad se precisan para doblegar a un pueblo. Cuándo sabemos que hemos tocado fondo, y hasta dónde es capaz de llegar un general que se "limita" a obedecer órdenes superiores, cuántos crímenes puede cometer un soldado que cumple un mandato. Pero esto último ya tiene que ver con la ética y la calidad humana (porque los militares, aún creo, son humanos), y es tema suficiente para otra reflexión.
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