Antonio Sánchez García
18 Agosto, 2014
Hubo un tiempo en que además de compartir a plenitud la feroz crítica de Trotsky al estalinismo y, por extensión, al totalitarismo soviético, compartí su sueño por la inevitabilidad de la revolución socialista y el triunfo final del socialismo sobre el planeta. Ese milenarista afán mesiánico que Trotsky, el judío, vio encarnado en lo que llamara “la revolución permanente”.
Contrariamente a ese fulgor reconciliatorio, no fue Trotsky un apóstol tocado por la paz divina. Fue la personificación de la guerra, el perfecto engendro de la violencia revolucionaria, el devastador nato. Si se quiere, un ángel exterminador. Formidable organizador, combatiente de acerada elocuencia y un batallador incansable, a él se debe la sobrevivencia del régimen soviético, la derrota de la Rusia blanca y la victoria sobre el zarismo y la guerra civil. Que se llevó por delante a millones y millones de súbditos del imperio zarista, sumiendo en la más feroz hambruna de comienzos de siglo a otros tantos millones de campesinos pobres y proletarios desprotegidos, en cuyo nombre, supuestamente, los bolcheviques había asalto el Poder.
Pero su muerte, asesinado por un esbirro catalán al servicio de Stalin y su KGB, lo salvó en el último minuto de compartir a plenitud los mataderos causados por su comunismo milenarista. Fue, en rigor, como Lenin, como Stalin, como Beria, como Sinoviev, como Kameniev, como Molotov, Malenkov, Kruschev y toda la Nomenklatura soviética parte de ese monstruoso proceso que en rigor y a la postre no daría pie al comunismo sino a la forma más degradada, explotadora y brutal del capitalismo: el capitalismo de Estado. Cero paraíso, cero milenarismo, cero reconciliación universal. Guerra, miseria y devastación. Como que sería el perfecto condimento para la aniquilación de 100 millones de seres humanos.
La venezolana, contrariamente a lo que creen Nicmer Evans, Héctor Navarro, Jorge Giordani y otros capitostes, marginales y malandros desencantados del madurismo al cabo de catorce años de devastación y desastre chavista no se insertó ni podrá ser insertada jamás en el almanaque de los grandes fastos revolucionarios del siglo XX y XXI. Por más que en un giro indigno de auténticas revoluciones se haya entregado desnuda y maniatada al dominio imperial de otra, infinitamente más pobre y miserable, que hace ya más de medio siglo dejó de ser la revolución que anunciara: la de Fidel, Raúl Castro y sus pandillas. Por más que aparentemente aquella no está manchada hasta la corona por la corrupción, el narcotráfico, el saqueo y el robo como lo está ésta, que jamás fue, es y jamás será una revolución signada por las determinaciones morales y espirituales que dieran paso a las revoluciones socialistas del siglo XX. Ninguna de las cuales existe en su forma y bajo los criterios que les dieran origen durante el siglo XX. La soviética implosionó, la China es la más brutal forma de un capitalismo de Estado salvaje y colonizador, y Corea del Norte y Cuba no son más dos excrecencias museísticas de un proceso arrasado por el progreso de la humanidad.
Sólo cambios en la esencia del proceso histórico del capitalismo industrial, de la globalización de las economías y la profunda crisis de las civilizaciones que afectan por igual a Oriente y a Occidente, dejando asomar la desaparición de los valores fundantes del cristianismo, del racionalismo y del liberalismo, llevándose por delante naturalmente a toda la tradición espiritual, cultural, religiosa y filosófica de Occidente a la que pertenece el marxismo, incluso el leninismo, pueden permitir el cambalache de este revoltijo de criminalidad y malandraje en una llamada “revolución bolivariana”.
Se equivoca profunda e ingenuamente Nicmer Evans si cree que de no haber sido éste un régimen podrido por la corrupción “otro gallo les cantaría” y no estarían al borde del abismo en donde, ellos, los chavistamaduristas y nosotros, los demócratas, nos encontramos. Este régimen fue parido en medio de la corrupción, criado en medio de la corrupción y ha crecido y se ha hecho adulto gracias a la corrupción. Sin la esencia corruptora que lo determina, nadando en el pantano petrolero súbitamente elevado a los cielos por la emergencia de los nuevos poderes – China -, Chávez no sobrevivía a un primer gobierno desastroso, las masas no se le hubieran arrodillado agradecidas de las dádivas y limosnas que terminaran por corromperlas aún más de lo que ya estaban, Cuba no se hubiera apoderado de nuestras riquezas, Latinoamericana no se hubiera ungido al yugo del castrismo y la democracia venezolana y sus élites no hubieran perdido la poca identidad y grandeza de que, a su pesar, disfrutaban.
Ciertamente: mal de muchos consuelo de tontos. La corrupción, como vienen de demostrarlo las altas autoridades holandesas, se ha convertido en un mal endémico y universal. El dinero, tan poderoso desde siempre, como cantara Quevedo, pero ahora convertido en el Dios de Dioses, es el único valor de universal reconocimiento público. Y privado. Lo que, precisamente, atenta contra la existencia misma de las revoluciones. Nacidas, por lo menos desde El Manifiesto Comunista, para combatirlo de frente, mortalmente y sin melindres. Mercancía de las mercancías, el dinero nos ha traído a estas fronteras de la alienación y el extravío en que chapoteamos.
Pobres estos revolucionarios que, nadando en medio de la inmundicia del dorado prostíbulo del dinero y sus fuentes, la cocaína y el saqueo, pretenden reivindicar la revolución de la pobreza
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