JEAN MANINAT
| EL UNIVERSAL
viernes 5 de septiembre de 2014 12:00 AM
El gobierno asambleario es una
de las "trampas de la fe" del igualitarismo secular añorado por la
especie bípeda y pensante que somos los humanos. Cualquier repaso del
pensamiento utópico en sus variantes religiosas, político-libertarias, o
la de un bobalicón New Age bien nutrido de LSD y demás hierbas
aromáticas, nos conducirá a la evocación de un pasado mítico donde los
humanos se amaban desprovistos de ropa y de instituciones que asfixiaran
la libertad que les era congénita. Algo así como aquella pintura de
Matisse, La Danza, en la cual un grupo de figuras desnudas
baila una ronda con las manos entrelazadas; la misma que con los años
llegaría a ornamentar las paredes menesterosas, pero hedonistas, de
tantos progres de antaño -incluyendo a quien la está evocando-
en forma de reproducción gráfica multitudinaria del original depositado
en el Museo del Hermitage.
Hay una forma de hacer política fauvista, de aparente bondad, elevada emocionalidad, y dignidad a toda prueba, que tal como sucede con aquellas amables y tiernas mascotas de la película Gremlins, tan pronto les cae una gota de realidad, se reproducen en unas pequeñas criaturas encolerizadas que todo lo quieren arrasar. Está muy bien documentado como un cambote de almas bien intencionadas se convirtieron en los ángeles exterminadores de la antipolítica para acabar con la democracia venezolana. En su paroxismo redentor e igualitario, algunos llegaron a proponer la posibilidad de elegir a los jueces del sistema judicial en asambleas populares con sede en el mismísimo Poliedro de Caracas. Al final contribuyeron a que un solo hombre confiscara los poderes de la república, que mal que bien habían funcionado con independencia hasta entonces.
En medio del caos económico y social al cual han conducido la falta de sindéresis del gobierno y la agobiante imposibilidad del primer mandatario para tomar decisiones de fondo, ha resurgido en la oposición, en mayor o menor grado, el sentimiento de que todo esquema asambleario es más democrático que las decisiones colectivas de un cuerpo colegiado designado para tomarlas. Tal actitud se refleja en el pasmoso comentario -sobre todo proviniendo de gente que ha hecho del estudio su razón de ser y de subsistir- según el cual: "Ahí están, tomando decisiones en un cuartito cerrado. ¡Y nosotros pintados en la pared!". Poco importa si la representación política es uno de los logros más refinados de la democracia moderna con todo y sus eventuales perversiones. Los cuervos de la antipolítica siempre graznan sospechas.
Ahora toca debatirse entre un Congreso Ciudadano y una Mesa de la Unidad, que aspiran tomar decisiones a partir de un supuesto espacio anchuroso donde muchos intervienen y pocos aportan algo nuevo, ya que todos están de acuerdo en que la vía del cambio es pacífica, constitucional, electoral y por ende: democrática. Todos saben -y sabemos todos- que al final la única decisión política pertinente e inmediata es plantarse -con preparación, voluntad y brío de caballo pura sangre- para ganar contundentemente las elecciones parlamentarias más allá de cualquier duda inducida desde el poder.
Bien valdría la pena desdeñar los tiempos personales que sólo contribuyen a redescubrir tardíamente el agua tibia de los procesos electorales, y ponerse a ensamblar una opción unitaria, creíble y sólida, para salir a conquistar las voluntades que todavía son ajenas al cambio, en la próxima contienda electoral cuyos preparativos, de tan cercanos, ya deberían tener olor a hallaca navideña. Al fin y al cabo, si todos provienen de una misma costilla opositora y están de acuerdo en el objetivo último y común que los desvela, para qué distraer con un circo de múltiples pistas a una multitud ya de por sí desanimada.
En su artículo dominical, Alberto Barrera Tyszka, alertaba acerca de la parálisis que parecieran compartir tanto el gobierno como la oposición, la cual constituye un reservorio para la antipolítica. El campo opositor luce desorientado, un ave bicéfala leyendo dos brújulas diferentes al mismo tiempo, incapaz de relanzarse al vuelo que una vez tuvo y constituyó el único sacudón en la política venezolana reciente digno de la escala sismológica de Richter: los más de siete millones de votos constantes y sonantes obtenidos en las últimas elecciones presidenciales.
Si algunos cesaran el frenesí de su aleteo personalista quizás leyeran la pinta ciudadana que tienen en la pared del frente: Se busca oposición con programa unitario.
Hay una forma de hacer política fauvista, de aparente bondad, elevada emocionalidad, y dignidad a toda prueba, que tal como sucede con aquellas amables y tiernas mascotas de la película Gremlins, tan pronto les cae una gota de realidad, se reproducen en unas pequeñas criaturas encolerizadas que todo lo quieren arrasar. Está muy bien documentado como un cambote de almas bien intencionadas se convirtieron en los ángeles exterminadores de la antipolítica para acabar con la democracia venezolana. En su paroxismo redentor e igualitario, algunos llegaron a proponer la posibilidad de elegir a los jueces del sistema judicial en asambleas populares con sede en el mismísimo Poliedro de Caracas. Al final contribuyeron a que un solo hombre confiscara los poderes de la república, que mal que bien habían funcionado con independencia hasta entonces.
En medio del caos económico y social al cual han conducido la falta de sindéresis del gobierno y la agobiante imposibilidad del primer mandatario para tomar decisiones de fondo, ha resurgido en la oposición, en mayor o menor grado, el sentimiento de que todo esquema asambleario es más democrático que las decisiones colectivas de un cuerpo colegiado designado para tomarlas. Tal actitud se refleja en el pasmoso comentario -sobre todo proviniendo de gente que ha hecho del estudio su razón de ser y de subsistir- según el cual: "Ahí están, tomando decisiones en un cuartito cerrado. ¡Y nosotros pintados en la pared!". Poco importa si la representación política es uno de los logros más refinados de la democracia moderna con todo y sus eventuales perversiones. Los cuervos de la antipolítica siempre graznan sospechas.
Ahora toca debatirse entre un Congreso Ciudadano y una Mesa de la Unidad, que aspiran tomar decisiones a partir de un supuesto espacio anchuroso donde muchos intervienen y pocos aportan algo nuevo, ya que todos están de acuerdo en que la vía del cambio es pacífica, constitucional, electoral y por ende: democrática. Todos saben -y sabemos todos- que al final la única decisión política pertinente e inmediata es plantarse -con preparación, voluntad y brío de caballo pura sangre- para ganar contundentemente las elecciones parlamentarias más allá de cualquier duda inducida desde el poder.
Bien valdría la pena desdeñar los tiempos personales que sólo contribuyen a redescubrir tardíamente el agua tibia de los procesos electorales, y ponerse a ensamblar una opción unitaria, creíble y sólida, para salir a conquistar las voluntades que todavía son ajenas al cambio, en la próxima contienda electoral cuyos preparativos, de tan cercanos, ya deberían tener olor a hallaca navideña. Al fin y al cabo, si todos provienen de una misma costilla opositora y están de acuerdo en el objetivo último y común que los desvela, para qué distraer con un circo de múltiples pistas a una multitud ya de por sí desanimada.
En su artículo dominical, Alberto Barrera Tyszka, alertaba acerca de la parálisis que parecieran compartir tanto el gobierno como la oposición, la cual constituye un reservorio para la antipolítica. El campo opositor luce desorientado, un ave bicéfala leyendo dos brújulas diferentes al mismo tiempo, incapaz de relanzarse al vuelo que una vez tuvo y constituyó el único sacudón en la política venezolana reciente digno de la escala sismológica de Richter: los más de siete millones de votos constantes y sonantes obtenidos en las últimas elecciones presidenciales.
Si algunos cesaran el frenesí de su aleteo personalista quizás leyeran la pinta ciudadana que tienen en la pared del frente: Se busca oposición con programa unitario.
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