Por Pedro Benítez. @PedroBenitezF.-
Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa de la Iglesia Católica el 13 de marzo de 2013, en el cónclave que se celebró tras la renuncia de Benedicto XVI (pocos días después del deceso del presidente venezolano), la izquierda anticlerical lo recibió con las espadas en alto, incluyendo al chavismo, como especie de reacción automática en solidaridad con los Kirchner, que tensas relaciones habían tenido con quien había sido arzobispo de Buenos Aires y titular del Episcopado argentino.
Por ejemplo, Pablo Iglesias, ya financiado por entonces del gobierno venezolano, le dedicó al nuevo Obispo de Roma una reseña bastante denigrante en su programa “La Tuerka” (20 de marzo de 2013). En TeleSUR lo tildaron incluso de cómplice de la dictadura argentina, acusaciones que fueron rápidamente desechadas por falta de fundamentos, pero que no obstante ponían de manifiesto la antipatía manifiesta buena parte de la gobernante izquierda latinoamericana.
Desde un inicio se sabía cuál era la “jugada” de la Iglesia católica en esta parte del mundo: darle prioridad a una región donde el catolicismo tuvo hace 500 años su mayor éxito proselitista desde la Antigüedad y en la que han perdido espacios ante el avance de los cristianos evangélicos en las últimas décadas, pero también dar una respuesta a las condiciones políticas.
Pero más allá de eso, Bergoglio está decidido a dejar una profunda huella en la historia como lo hicieran Karol Wojtyła y Angelo Roncalli (Juan XXIII). Y al igual que el papa polaco este papa argentino se siente (lógicamente) involucrado con su región de origen.
En menos de dos años aprovechó la diplomacia vaticana, y las circunstancias, para invertir por completo la situación política creada por la extensa red de propaganda, asistencia y mutuo apoyo que durante años edificaron Chávez, Néstor Kirchner, Lula y Castro a cuenta de los petrodólares venezolanos. Ahora son el Papa y el Presidente norteamericano quienes tienen el sartén agarrado por el mango al empezar a desactivar el “problema cubano”.
Francisco ha dado muestras de una versatilidad digna de los miembros de la Compañía de Jesús desde Francisco Javier (el apóstol de la India) pasando por Matteo Ricci.
La elección de Bergoglio como Papa no fue casualidad, como no fue casualidad la elección de Karol Wojtyła. Sacado del otro lado de la Cortina de Hierro en 1978 fue un factor activo y clave en la debacle de bloque soviético, y por lo mismo, aliado fundamental de las administraciones estadounidenses, en particular de Ronald Reagan.
Tampoco es casualidad su comunión de propósitos con Estados Unidos. Bergoglio y Obama están reeditando la alianza estratégica de Wojtyla y Reagan. Ahora el objetivo es terminar con uno de los últimos vestigios de la Guerra Fría y cada uno por sus propias razones busca restablecer su influencia en América Latina.
La prensa internacional ya especula la extensión de propósitos de la coalición: Cuba, Venezuela, Oriente Medio e incluso la política interna norteamericana.
Si bien hacen política pensando en el largo plazo, más allá de la permanencia de cada uno en su respectiva posición, no es de descartar que los frutos de su labor se vean más rápido de lo que ellos mismos estiman. Uno nunca sabe. Después de todo Wojtyla y Reagan vivieron lo suficiente para ver la caída de la Unión Soviética y sus satélites en Europa oriental. Cuba es mucho más pequeña, y Fidel y Raúl mayores que Bergoglio.
Por una de esas ironías del destino podría ser un Papa jesuita quien facilite el fin de un régimen instaurado por unos hermanos que estudiaron en el Colegio de Belén de la Habana, regentado por jesuitas, y que luego expulsarían a esa orden religiosa de Cuba en 1961.
Raúl Castro y la élite gobernante cubana no quieren otro Periodo Especial que se le viene encima por la precaria situación económica venezolana, y Barack Obama no quiere terminar su presidencia con una crisis humanitaria en las costas de la Florida, situación que ya ocurrió con Carter en 1980 y Clinton en 1994.
Mientras Washington y el Vaticano hacen política de altísimo nivel, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello se dedican a insultar a la oposición. El piso económico se les mueve a velocidad de vértigo y se les esfuma el apoyo internacional, incluyendo el de los cubanos.
Pueden intentar entenderse con esos factores que los sobrepasan desde todo punto de vista, o al menos abrir juego dentro del país, pero no, están muy ocupados en aferrarse a los cada vez más precarios espacios de poder.
De Francisco y Obama podemos dar algo por seguro: no son amigos de los gobernantes venezolanos. Van a apretar, cada uno con sus estilos y posibilidades, pero van a apretar. No pretenden desalojar a Maduro del poder, pero sí que el régimen venezolano se modere. En ese sentido la renovación de los poderes públicos violentando la Constitución es una pésima señal.
Bergoglio conoce este terreno. Ya lidió con algo parecido. Néstor Kirchner consideraba al entonces cardenal argentino como “el articulador de un proyecto opositor”. No le tembló el pulso ni la voz a la hora enfrentar y criticar a la pareja presidencial argentina. De modo que protagonizó un capítulo más de la larga y conflictiva relación de la Iglesia católica argentina con el peronismo. Por experiencia y formación sabe cómo operan los populismos.
Y para redondear designó como su Secretario de Estado al que era Nuncio Apostólico en Venezuela desde 2009, Pietro Parolin. No cabe duda, a Venezuela la tiene en la agenda.
De lo que Washington y el Vaticano negociaron con Raúl Castro es más lo que no sabemos que lo que sabemos. Y podemos estar seguros que mucho de eso involucra a Venezuela.
Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa de la Iglesia Católica el 13 de marzo de 2013, en el cónclave que se celebró tras la renuncia de Benedicto XVI (pocos días después del deceso del presidente venezolano), la izquierda anticlerical lo recibió con las espadas en alto, incluyendo al chavismo, como especie de reacción automática en solidaridad con los Kirchner, que tensas relaciones habían tenido con quien había sido arzobispo de Buenos Aires y titular del Episcopado argentino.
Por ejemplo, Pablo Iglesias, ya financiado por entonces del gobierno venezolano, le dedicó al nuevo Obispo de Roma una reseña bastante denigrante en su programa “La Tuerka” (20 de marzo de 2013). En TeleSUR lo tildaron incluso de cómplice de la dictadura argentina, acusaciones que fueron rápidamente desechadas por falta de fundamentos, pero que no obstante ponían de manifiesto la antipatía manifiesta buena parte de la gobernante izquierda latinoamericana.
Desde un inicio se sabía cuál era la “jugada” de la Iglesia católica en esta parte del mundo: darle prioridad a una región donde el catolicismo tuvo hace 500 años su mayor éxito proselitista desde la Antigüedad y en la que han perdido espacios ante el avance de los cristianos evangélicos en las últimas décadas, pero también dar una respuesta a las condiciones políticas.
Pero más allá de eso, Bergoglio está decidido a dejar una profunda huella en la historia como lo hicieran Karol Wojtyła y Angelo Roncalli (Juan XXIII). Y al igual que el papa polaco este papa argentino se siente (lógicamente) involucrado con su región de origen.
En menos de dos años aprovechó la diplomacia vaticana, y las circunstancias, para invertir por completo la situación política creada por la extensa red de propaganda, asistencia y mutuo apoyo que durante años edificaron Chávez, Néstor Kirchner, Lula y Castro a cuenta de los petrodólares venezolanos. Ahora son el Papa y el Presidente norteamericano quienes tienen el sartén agarrado por el mango al empezar a desactivar el “problema cubano”.
La prensa internacional ya especula la extensión de propósitos de la coalición: Cuba, Venezuela, Oriente Medio e incluso la política interna norteamericana.
Francisco ha dado muestras de una versatilidad digna de los miembros de la Compañía de Jesús desde Francisco Javier (el apóstol de la India) pasando por Matteo Ricci.
La elección de Bergoglio como Papa no fue casualidad, como no fue casualidad la elección de Karol Wojtyła. Sacado del otro lado de la Cortina de Hierro en 1978 fue un factor activo y clave en la debacle de bloque soviético, y por lo mismo, aliado fundamental de las administraciones estadounidenses, en particular de Ronald Reagan.
Tampoco es casualidad su comunión de propósitos con Estados Unidos. Bergoglio y Obama están reeditando la alianza estratégica de Wojtyla y Reagan. Ahora el objetivo es terminar con uno de los últimos vestigios de la Guerra Fría y cada uno por sus propias razones busca restablecer su influencia en América Latina.
La prensa internacional ya especula la extensión de propósitos de la coalición: Cuba, Venezuela, Oriente Medio e incluso la política interna norteamericana.
Si bien hacen política pensando en el largo plazo, más allá de la permanencia de cada uno en su respectiva posición, no es de descartar que los frutos de su labor se vean más rápido de lo que ellos mismos estiman. Uno nunca sabe. Después de todo Wojtyla y Reagan vivieron lo suficiente para ver la caída de la Unión Soviética y sus satélites en Europa oriental. Cuba es mucho más pequeña, y Fidel y Raúl mayores que Bergoglio.
Mientras Washington y el Vaticano hacen política de altísimo nivel, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello se dedican a insultar a la oposición. El piso económico se les mueve a velocidad de vértigo y se les esfuma el apoyo internacional, incluyendo el de los cubanos.
Por una de esas ironías del destino podría ser un Papa jesuita quien facilite el fin de un régimen instaurado por unos hermanos que estudiaron en el Colegio de Belén de la Habana, regentado por jesuitas, y que luego expulsarían a esa orden religiosa de Cuba en 1961.
Raúl Castro y la élite gobernante cubana no quieren otro Periodo Especial que se le viene encima por la precaria situación económica venezolana, y Barack Obama no quiere terminar su presidencia con una crisis humanitaria en las costas de la Florida, situación que ya ocurrió con Carter en 1980 y Clinton en 1994.
Mientras Washington y el Vaticano hacen política de altísimo nivel, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello se dedican a insultar a la oposición. El piso económico se les mueve a velocidad de vértigo y se les esfuma el apoyo internacional, incluyendo el de los cubanos.
Pueden intentar entenderse con esos factores que los sobrepasan desde todo punto de vista, o al menos abrir juego dentro del país, pero no, están muy ocupados en aferrarse a los cada vez más precarios espacios de poder.
De Francisco y Obama podemos dar algo por seguro: no son amigos de los gobernantes venezolanos. Van a apretar, cada uno con sus estilos y posibilidades, pero van a apretar. No pretenden desalojar a Maduro del poder, pero sí que el régimen venezolano se modere. En ese sentido la renovación de los poderes públicos violentando la Constitución es una pésima señal.
Bergoglio conoce este terreno. Ya lidió con algo parecido. Néstor Kirchner consideraba al entonces cardenal argentino como “el articulador de un proyecto opositor”. No le tembló el pulso ni la voz a la hora enfrentar y criticar a la pareja presidencial argentina. De modo que protagonizó un capítulo más de la larga y conflictiva relación de la Iglesia católica argentina con el peronismo. Por experiencia y formación sabe cómo operan los populismos.
Y para redondear designó como su Secretario de Estado al que era Nuncio Apostólico en Venezuela desde 2009, Pietro Parolin. No cabe duda, a Venezuela la tiene en la agenda.
De lo que Washington y el Vaticano negociaron con Raúl Castro es más lo que no sabemos que lo que sabemos. Y podemos estar seguros que mucho de eso involucra a Venezuela.
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