Carlos Blanco
Lo que quiso ser una revolución
está vuelto un pichaque fermentado. Lo saben los rojos, los azules y los
pálidos.
Siempre
intriga saber cómo gentes tan avezadas, muchos formados intelectualmente, otros
con veteranía política, “luchadores sociales” como se autocalifican unos cuantos,
llegaron a participar y algunos a disfrutar de este torneo descompuesto y
purulento.
El morbo
comenzó por la centralización autocrática en Chávez. La necesidad de concentrar
las fuerzas en un solo mando para “derrotar el imperio” y lo que fuese diferente
condujo a que todo se quedara en el puño del líder. Como los de su especie, era
brutal hacia fuera y paternal adentro, centro de todos los equilibrios:
coscorrones a unos, breves períodos de gloria a otros, degradaciones y ascensos
a placer. El poder concentrado en Chávez se admitió sin chistar porque él, el
Eterno, aun antes de morir debía saber lo que convenía.
Ese poder
requirió la dictadura sobre los recursos públicos. Comenzó su trasiego para
campañas electorales, compra de voluntades, alianzas internacionales y, en fin,
para llenar monederos vacíos y hambrientos. Las alianzas con los gobiernos
requerían el petróleo, pero las alianzas con las FARC y otros movimientos no
gubernamentales, así como el financiamiento de campañas electorales amigas, demandaban
baúles llenos de dólares, junto con complicados mecanismos de triangulación
financiera. De a poco, en las comisuras de esas bocas ávidas de épica, comenzó
a chorrear dinero para cuentas privadas.
La
cuestión se complicó con la naturaleza narcoguerrillera de las FARC que,
necesitada de una estructura de apoyo en Venezuela, transmitió su infección
voraz, resistente a antibióticos convencionales. No son pocos los engranajes
que hay que mover para que una tonelada de cocaína proveniente de Colombia llegue
a –y salga de– un puerto venezolano. En ese instante una revolución que ya no
era, pero una autocracia que sí era, entró en una dinámica de pudrición. El
solo conocimiento silente de esa gangrena generó complicidad.
Un Estado
controlado por mafias e infiltrado por el narco, con una economía en parálisis
progresiva, con un jefe que no es respetado por sus pares, sin instituciones, y
con una sociedad llena de furia contenida hacen del país un polvorín que clama
al cielo por un cambio.
Lo que intriga es por qué siguen
allí quienes, aun siendo rojos, no participan del festival de la impudicia.
Críticos a media voz; hechos los tontos. Es posible que se vean sin salida
cuando ellos, precisamente, son parte de la salida.
Vía El Nacional
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