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Anibal Romero
El Reino Unido de Inglaterra, Escocia, Gales e
Irlanda del Norte celebró elecciones generales
recientemente, con resultados que a muchos
sorprendieron. Ello se debió a las percepciones
erradas transmitidas por las encuestas hasta el
día previo a los comicios, acerca de las presuntas
intenciones de voto de la ciudadanía. La victoria
del Partido Conservador y su líder David Cameron
se proyectará –en principio– durante cinco años,
en medio de complejos desafíos referidos a la permanencia o no del
Reino Unido dentro de la Comunidad Europea (CE), así como a la
renegociación de los vínculos entre Escocia y las otras secciones del
país.
Para ubicar con la necesaria perspectiva estos retos y sus
implicaciones, conviene repasar algunos aspectos de relevancia en la
historia y cultura cívica de ese país, que es en realidad un conjunto de
naciones cada una con caracteres singulares y propios, unidas en
torno a un Parlamento y una monarquía constitucional.
Tres términos resultan indispensables para entender lo que, para
simplificar, denominaré la nación británica: tradición, libertad y orden.
El apego a la tradición es un rasgo clave del pueblo británico. La
continuidad nacional a través de la historia, el apego a determinados
valores políticos y culturales y la conciencia de una identidad
sostenida y nutrida a través de los siglos se patentiza simbólicamente
en la monarquía, una institución que en el Reino Unido juega un papel
muy importante que no siempre es comprendido en otras latitudes.
El monarca británico no gobierna; su posición constitucional y sus
funciones son otras. Gobierna el Parlamento elegido
democráticamente por el pueblo y el gabinete de ministros que son a
su vez miembros electos del Parlamento; pero la persona que porta la
corona tiene el deber de aconsejar y orientar a los gobernantes de
turno y en particular al primer ministro en ejercicio, en función de los
más elevados intereses de la nación. La reina no es un jefe de Estado
como otros sino que se encuentra “a la cabeza del Estado”,
encarnando la unidad sustancial de un pueblo con su pasado y su
presente así como su destino futuro.
El Reino Unido no tiene una constitución escrita a la manera de la
Constitución de Estados Unidos; la constitución británica es producto
de las decisiones y leyes del Parlamento a través del tiempo, y de
valores intangibles pero reales y efectivos que forman parte de lo que
los británicos apoyan como su modo de vida. Para un inglés, por
ejemplo, resultaría inconcebible asimilar que un país pueda haberse
dado más de dos docenas de constituciones en doscientos años, o
escuchar a alguien decir que es posible formular un “proyecto de país”
a la manera de un mago extrayendo conejos de un sombrero. La idea
de un eterno recomenzar, la tendencia a borrar el pasado y denigrarlo,
de creer que el porvenir de un pueblo empieza día a día lejos de las
raíces que preceden el presente, son tan comunes en la América
Latina que no nos resulta fácil captar cuán distintos son los británicos.
Para un inglés o un escocés es absurdo preguntarse sobre su
“identidad nacional”, pues se trata en verdad de su ser más hondo. No
les es posible siquiera plantearse una interrogante para la cual la
respuesta es su palpable existencia personal.
A partir del siglo XVI y con energía inusitada, los habitantes de las
islas británicas emprendieron el dominio de los mares. Como ha
apuntado Carl Schmitt en su resumen de la historia universal, Tierra y
mar, los británicos convirtieron su isla en una especie de ballena que
salió a nadar hasta los confines del mundo. Desde ese tiempo y hasta
hoy los británicos conjuraron la amenaza de la “Armada Invencible” de
Felipe II, contribuyeron decisivamente a derrotar a Napoleón, al Kaiser
Guillermo II y a Hitler, conquistaron y perdieron un imperio, y a través
de todas las vicisitudes de una historia como pocas preservaron lo
esencial de su sistema político, un ejercicio sorprendente de equilibrio
entre la libertad y el orden.
El concepto moderno de libertad como preservación de derechos
inviolables del individuo, gobierno limitado y división de poderes es en
lo fundamental un invento inglés, articulado en el pensamiento político
de John Locke, que tuvo gran influencia en las concepciones
plasmadas en la Constitución de Estados Unidos. Ese concepto de
libertad, que empieza a respirarse y digerirse como si fuese un
alimento espiritual en el ánimo de cualquiera que visite por algún
tiempo las islas británicas, y se acerque a los modos, ideas y
costumbres de su gente, siempre ha sido puesto en práctica por los
británicos como parte de un orden de convivencia, en el que los
derechos de cada cual coexisten con los del resto de personas bajo
una autoridad legítimamente constituida según la voluntad del pueblo.
Para los venezolanos, que llevamos hasta en el tuétano de los huesos
la herencia republicana de la Revolución Francesa transmitida por
Rousseau y Bolívar, es un tanto arduo comprender cabalmente ese
equilibrio de monarquía constitucional, democracia parlamentaria,
derechos individuales y propósito nacional común que han mantenido
los británicos por siglos. No obstante, dos ideas son esenciales: la
primera, que la libertad no puede existir sin el orden; la segunda, que
una nación es producto de una historia, pues su presente no ha
surgido de la nada y su futuro también se liga a su pasado.
Si estas consideraciones tienen validez, podremos entonces colocar
en un marco más perceptible los dilemas políticos actuales de los
británicos ante Europa y con relación al nacionalismo escocés. David
Cameron ha prometido que se llevará a cabo un referéndum sobre la
permanencia o no del Reino Unido como miembro de la Comunidad
Europea. Casi a diario aparecen estudios y proyecciones que señalan
que la opción de abandonar la CE significaría para el Reino Unido un
retroceso económico y la pérdida, al menos por un tiempo, de dos o
tres puntos en su porcentaje de crecimiento. Es posible que tales
pronósticos sean ciertos, pero lo que los mismos pierden de vista es
que para millones de británicos el tema abarca un ámbito más amplio
que lo económico, y toca aspectos cruciales de su modo de ser y
manera de concebir el mundo.
La idea de ser gobernados por los burócratas europeístas desde
Bruselas y Estrasburgo, de que sus derechos tradicionales y
capacidad para ejercerlos en sus islas deban subordinarse a los
dictámenes de un poder judicial “continental” en el que no confían, y
que su monarquía y Parlamento sean vaciados de contenidos para
convertirse en meros objetos turísticos y títeres de burocracias
supranacionales, tal idea –repito– es simplemente insoportable para
una parte sustancial de la población británica.
Es demasiado pronto para pronunciarse acerca del resultado probable
del referéndum prometido por Cameron. Ahora bien, ese proceso
democrático no tiene necesariamente que ser planteado en términos
extremos, que perjudiquen a todos los implicados (pues Europa, con el
Reino Unido fuera, andaría coja). Así como los británicos han
preservado su libra esterlina, quizás sea aún posible negociar un
arreglo (que seguramente otros países de Europa verían con simpatía
y buscarían imitar), que permita dos tipos de membresía en la CE,
evitando un choque frontal entre las voluntades nacionales y el
proyecto de prosperidad común. No será fácil, pues las burocracias
europeístas no cesan en su empeño de construir un Estado
supranacional que acreciente su poder, pero no es algo imposible ni de
concebir ni de realizar.
En cuanto a Escocia, el nacionalismo de su gente no me parece algo
negativo, en tanto no les vuelva ciegos ante ciertas realidades. Pienso
que los ingleses, galeses e irlandeses del norte no tendrán problemas
en avanzar, con el típico pragmatismo del parlamentarismo británico a
lo largo de la historia, hacia formas federales que amplíen la autonomía
de los escoceses y sus poderes de autogobierno en diversos
espacios de la vida nacional. Hay, sin embargo, dos problemas: de un
lado, algunos escoceses más radicales consideran que deberían
romper con el Reino Unido y adscribirse a la CE. Apartando que, tal
vez, una Escocia independiente no sería tan bien recibida como
algunos creen en Bruselas y Estrasburgo (¡sin mencionar Berlín!),
tiene además escaso sentido, creo, dejar de lado la democracia
británica para sujetarse a los escasamente democráticos mecanismos
de gobierno de la CE supranacional. De otro lado, los escoceses
siguen demasiado apegados al modelo tradicional de socialismo
basado en incosteable gasto público, elevados impuestos y existencia
subsidiada por un Estado benefactor. La revolución de Margaret
Thatcher no tuvo en Escocia igual impacto que en Inglaterra, y el
espejismo del petróleo del mar del Norte, que los escoceses reclaman
para ellos, les hace soñar dulces sueños. Yo me atrevería a decirles:
estudien el caso de Venezuela antes de caminar por esa ruta.
En todo caso, los temas de Europa y el nacionalismo escocés no
tienen obligatoriamente que resultar traumáticos para el Reino Unido.
Son desafíos que bien manejados podrían arrojar resultados positivos.
Para David Cameron y el Partido Conservador se abren
extraordinarias oportunidades
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