OVIDIO
PÉREZ MORALES
Algo
puede ser legalmente válido y moralmente ilegítimo. Un documento firmado bajo
amenaza injusta grave.
Una norma
no puede ser impuesta en violación patente de la Constitución Nacional. “El
Plan de la Patria” ha pasado por encima de la carta magna.
La
legitimidad de origen no prueba por sí sola la legitimidad de ejercicio. Un
régimen pierde ésta si no garantiza: a) la vida de los ciudadanos, b) el Estado
de Derecho y c) la unión fundamental de la nación.
Denunciar
la ilegitimidad de un régimen no implica renunciar al derecho propio. Muchos
están en esta situación. La soberanía de un Estado no es burladero para
irrespetar los Derechos Humanos. El oficialismo lo ha hecho en ámbito
internacional.
Ningún
individuo o cuerpo puede erigirse como encarnación absoluta del pueblo
soberano. “El pueblo soy yo”, “X es el pueblo”, son consignas oídas y sufridas.
La mucha
fuerza de un régimen de facto no lo convierte automáticamente en de
iure. Es preciso afirmar esto frente a exhibicionismos cívico-militares.
Estas y
otras reflexiones han venido a mi mente a raíz de una relectura situada de la
Declaración Universal de Derechos Humanos, grito de la humanidad en defensa del
ser humano ante las monstruosidades de gulags y auschwitzes, y
tratando de poner diques a fundamentalismos de cualquier género.
Dios creó
al ser humano para formar en la historia y en armonía con el ambiente una
fraternidad universal. En el marco de este designio global se entienden, entre
otras cosas, el principio de la “destinación universal de los bienes”, tan caro
a la Doctrina Social de la Iglesia y la justificación moral de una autoridad
pública mundial planteada por el papa Juan XXIII en la encíclica Pacem
in terris (1963). Los seres humanos hemos forjado Estados y erigido
fronteras para aglutinar pueblos; estas obras humanas han de interpretarse
siempre, sin embargo, en aquella perspectiva de unión fraterna abierta y en
función de servicio a las personas y a la comunidad que estas construyen en
vista al bien común.
Toda
autoridad humana adquiere justificación y sentido sobre esta base
interpretativa y valorativa. De allí que deba rechazarse toda posición
político-ideológica que, por ejemplo, eleve al Estado, a una revolución o un
sistema, en absolutos, ante los cuales se pretenda encadenar personas,
comunidades, pueblos. Es lo que el socialismo “real” (marxista, colectivista)
ha hecho y hace, con su secuela de opresiones y tragedias.
Stalin
preguntó una vez sobre cuántas divisiones tenía Pío XII. La respuesta era
simple: un puñado de guardias suizos para la defensa de un poder
fundamentalmente espiritual.
La última
exhortación de los obispos de Venezuela, “He visto la aflicción de mi pueblo (9
julio 2015)”, se sitúa en la óptica de unión-servicio-fraternidad. El
oficialismo lo podrá acusar de alineado con la oposición. Pero la verdad es que
busca sólo el bien de todos los venezolanos, cualesquiera sean sus preferencias
políticas y partidistas. Los obispos, sin duda, han denunciado claramente en
anteriores documentos la índole totalitaria del “Socialismo del siglo XXI”, su
inconstitucionalidad e inaceptabilidad moral; pero con la misma claridad han
abogado por una Venezuela de todos y para todos, tendiendo la mirada al futuro,
que conjuntamente se debe construir.
Del
referido documento citaré sólo una frase, expresiva del conjunto: “Venezuela es
de todos, y para reconstruir el país debemos reencontrarnos como hermanos,
buscar juntos las soluciones a nuestras necesidades, empezando por las llamadas
“necesidades básicas”. Lo primero que podemos hacer, es que nadie pretenda
imponerse eliminando a los otros. Todos somos necesarios, por tanto hemos de
ser actores y protagonistas de la Venezuela que queremos. Asimismo, es urgente
ser conscientes de los errores que se deben corregir. Por eso, es equivocado
cerrarse en visiones ideológicas, en fanatismos o en legados intocables (N°.
12).
La legalidad es importante. Pero,
más todavía, la legitimidad.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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