El Partido Republicano es rehén
de su propio diseño institucional
Primero
fue la ofensa a los mexicanos, llamados violadores y narcotraficantes. La
deliberada insensibilidad invitó cuestionamientos acerca de su racionalidad.
¿Cuál sería la lógica de Donald Trump, un empresario, al atacar a un mercado de
55 millones de consumidores, los latinos en Estados Unidos, a su vez extendido
a otros 600 millones en América Latina? El problema de la xenofobia no es solo
que es moralmente reprehensible sino que también impacta en las ventas. Lo
saben en NBC, Univisión, Televisa y tantas otras empresas que se apartaron de
él.
Luego
vino el ataque contra John McCain, senador Republicano y héroe de guerra. Nada
menos, un prócer de este siglo y del anterior a quien Trump criticó…¡por haber
sido capturado en Vietnam! Ahora sí, su verborragia incontrolable le había
traicionado, su necesidad de atención mediática le jugó una mala pasada. Con
tanto mal gusto, ahora sí, hasta aquí llegaría la carrera presidencial de The
Donald.
Pero allí
sigue Trump, arriba en las encuestas y creándole un problema mayúsculo a todo
el partido Republicano. Es que Trump garantiza la derrota en noviembre de 2016.
Así de simple, es la inferencia aritmética de ahuyentar el voto latino y que
otras minorías hagan otro tanto, por simple razonamiento transitivo. Se sabe que
la xenofobia rara vez selecciona, pero también que así es como se pierde una
elección en EEUU.
La base
Republicana, no obstante, apoya a un candidato que no puede ganar. ¿Cómo se
explica tanta irracionalidad? De varias maneras, para empezar por la agregación
de muchas racionalidades individuales, incluida la del señor Trump, que
producen una gigantesca irracionalidad colectiva. No es un fenómeno inusual,
como enseña la microeconomía y tal como sucede, por ejemplo, en procesos
inflacionarios y de sobreendeudamiento. Proteger los activos en esos contextos
induce a los agentes individuales a dolarizar, gastar los recursos monetarios
rápidamente, fugar capitales y acelerar los retiros bancarios. Todo ello
magnifica lo que se quiere evitar: inflación, devaluación y debilitamiento del
sistema bancario, con la consiguiente caída del producto.
La
analogía puede ser útil, pero no por proteger los activos sino los distritos.
Algo así sucede con Donald Trump y el partido Republicano, dado un sistema
político cuya unidad fundamental es el distrito previamente reconfigurado, es
decir, gerrymandered. Esa reconfiguración, con el objetivo de
garantizar las elecciones y la conformación de la Cámara de Representantes, ha
producido distritos homogéneos en términos étnicos, culturales, económicos,
normativos y hasta religiosos.
Son
distritos abrumadoramente rurales, la mayoría de ellos incapaces de adaptarse
al cambio tecnológico y la reconversión económica en un país donde la
agricultura hace tiempo que dejó de ser competitiva. Esos votantes son blancos,
conservadores, xenófobos y empobrecidos. Creen firmemente que esos inmigrantes
católicos de piel morena y que solo hablan español son la razón de su
pauperización. Desconocen que en todo tiempo y lugar la inmigración genera más
riqueza de la que consume. Están convencidos de lo contrario, que esos
inmigrantes están allí para apropiarse de su fuente de ingreso. En esos
distritos, exacerbar y explotar estos dogmas y prejuicios es racional, es
condición necesaria para ganar una elección. Los congresistas que de allí
provienen reproducen ese mensaje y, con él en Washington, se perpetúan en su
curul. Así ganaron abrumadoramente en noviembre pasado, en un país donde la
tasa de retención de escaño en la Cámara de Representantes es superior al 95
por ciento, comparable a Cuba y a China.
A esa
base social le habla Trump. Se dirige a la audiencia de la archiconservadora
cadena Fox, de los ultraconservadores programas de radio diurnos, de la música
country y el rock cristiano. La hace su audiencia. Es el resentimiento de Cambalache pero
en el sur americano, no el argentino, que pone a la Biblia junto a la pick up,
no junto al calefón, y que también detesta este mundo que es y será una
porquería. Esa base social añora un pasado que no volverá y culpa de ello a los
inmigrantes y a los políticos de Washington que los protegen votando por reformas
migratorias, tal como hizo el propio McCain.
Trump
conoce la aritmética electoral, sabe que no ganará la elección de noviembre de
2016, pero también sabe, como todos, que no la ganará ningún Republicano,
porque el país es cada vez menos blanco, más diverso, más inmigrante. Es la
colisión de la racionalidad individual de los distritos que sabotea la
racionalidad de ganar elecciones donde se trata de agregar a todos esos grupos
heterogéneos, como es en una elección presidencial. Trump es solo el síntoma de
una estructura de incentivos perversa, es decir, que premia lógicas racionales
individuales que, a su vez, generan resultados colectivos sub-óptimos.
La
política se ha convertido en un sistema económico basado en la extracción de
rentas, el partido Republicano es rehén de su propio diseño institucional.
Cuanto más sólido sea su control de la Cámara de Representantes, más lejos
estará de la Casa Blanca. Cuanto más dependa de los distritos, menos capaz será
de tener una plataforma nacional, sumar, agregar identidades, llegar a un
término medio para ser capaz de representar a una sociedad cada vez más diversa
y en tantos sentidos. Representar es el negocio de la democracia, tanto como
vender habitaciones lo es para la hotelería, a propósito de Trump. Un turista
jamás regresa a un hotel donde se lo trató con hostilidad, salvo que cambie de
dueño.
Trump
sabe que con la nominación podrá él, ahora, tener al partido de rehén, al menos
por un rato, hasta la noche de un noviembre en la que tenga que conceder. Mientras
tanto, liderar en las encuestas hace creíble una amenaza adicional, implícita
hasta ahora: abandonar el partido, si no lo apoyan, y postularse como
independiente. Eso significaría el acta de defunción por anticipado de la
elección de 2016, la réplica de aquel Ross Perot de 1992, pero con un partido
mucho más dividido que el de 1992. Se la entregaría a alguien de apellido
Clinton a costa de alguien de apellido Bush, igual que Perot.
La
próxima elección será, más que nunca, una elección inmigrante. Los latinos,
como espejo de todas las comunidades inmigratorias que observan e infieren de
manera transitiva, se sienten tratados como enemigos por los Republicanos en la
base, en los distritos, allí donde la xenofobia afecta sus vidas de manera
cotidiana. Jamás se divorciarían cognitivamente votando por un candidato
Republicano a presidente, no importan los apellidos Rubio, Cruz o un Bush con
esposa mexicana. De todos ellos, Trump parece ser el único que lo asume.
Vía
El País. España
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