Bill Emmot
LONDRES
– Algo ha ido muy mal en las economías emergentes que se suponía iban a
dar forma al futuro del mundo, e incluso dominarlo. Ya se está buscando
culpables: entre otros, los precios de los productos básicos, el fracking, los tipos de interés de EE.UU., El Niño y China. La respuesta es más sencilla y tradicional: es la política.
Pongamos
de ejemplo a Brasil, donde una economía que parecía dirigirse a un auge
perpetuo apenas ha crecido en más de dos años y hoy está en
contracción. Poco ha ayudado el que los precios de los productos básicos
que exporta estén a la baja, pero se suponía que su economía era mucho
más que cosechas e industrias extractivas.
O miremos a
Indonesia. La economía todavía crece, pero a un ritmo (un 4,7% anual en
el último trimestre) decepcionante tanto en términos de las expectativas
previas como del aumento de la población. Lo mismo se puede decir de
Turquía, donde el crecimiento ha bajado al 2,3% en el último trimestre,
lo que al menos supera el aumento demográfico pero es escaso en
comparación con los años de vacas gordas del país (2010 y 2011), cuando
creció en un 9%. O Sudáfrica, donde el progreso económico ha sido
demasiado lento, independientemente de los años de altos o bajos del oro
y otros recursos, para lograr alguna mella en los niveles de pobreza.
Y
luego tenemos a China misma, cuya desaceleración es la explicación
favorita de todos para explicar su propia lentitud. Allí los economistas
privados vuelven a dedicarse a su pasatiempo favorito en tiempos de
dificultades económicas: tratar de armar sus propios índices de
crecimiento del PGB, ya que en esos periodos las estadísticas oficiales
les parecen poco fiables. El gobierno chino dice estar creciendo en un
sólido 7% anual, y ocurre que ese es el objetivo que se había fijado,
pero la mayoría de los economistas privados estima que la cifra está más
bien en la gama del 4 al 6%.
Un
tópico que se ha solido repetir en los últimos años es que, sean cuales
sean los giros y cambios del crecimiento económico global, los
productos básicos o los mercados financieros, “la historia de las
economías emergentes sigue intacta”. Con esto las juntas corporativas y
los estrategas de inversiones quieren decir que siguen creyendo que las
economías emergentes están destinadas a crecer mucho más rápido que los
países desarrollados, importando tecnología y técnicas de gestión al
tiempo que exportan bienes y servicios, generando así una afortunada
combinación de salarios bajos y productividad en ascenso.
Sin
embargo, hay un problema con este tópico, más allá del sencillo hecho
de que por definición tiene que ser lo demasiado general como para
abarcar una amplia gama de economías en Asia, América Latina, África u
Oriente Próximo. Si la convergencia y el mejor desempeño relativo no
fueran más que un asunto de lógica y destino, como implica la idea de
una “historia de las economía emergentes”, esa misma lógica debería
haberse aplicado durante las décadas previas a cuando el crecimiento de
los países en desarrollo comenzó a llamar la atención. Pero no fue así.
La
razón de esto es la misma que explica por qué tantas economías
emergentes están teniendo problemas hoy en día: los principales
determinantes de la capacidad de surgimiento de una economía emergente
son la política, las normas y todo lo relacionado con las instituciones
de gobernanza. De manera más precisa, si bien los países pueden pasar
por periodos de bonanza y aprovechar los ciclos de los productos básicos
a pesar de tener instituciones políticas disfuncionales, la verdadera
prueba viene cuando llegan épocas menos favorables y el país necesita
cambiar de rumbo.
Eso
es lo que le ha puesto en tantas dificultades a Brasil en los últimos
cuatro y decepcionantes años. Incapaz de controlar la inflación sin
provocar una recesión, desde 2010 el país ha estado estancado no por
mala suerte ni falta de espíritu emprendedor en su sector privado, sino
por insuficiencias políticas. El gobierno no ha querido o no ha podido
hacer recortes en su sobredimensionado sector público, ha estado
enredado en vastos escándalos de corrupción
y, no obstante, la presidenta Dilma Rouseff sigue demostrando su
preferencia por el mismo tipo de capitalismo de estado que produjo estos
problemas.
Las
democracias de Brasil, Indonesia, Turquía y Sudáfrica hoy no están
pudiendo hacer una tarea básica de cualquier sistema político: mediar
entre grupos de intereses y bloques de poder para que prevalezca el
interés público más amplio. En esencia, permitir que la economía
evolucione con flexibilidad desde usos que se han vuelto no rentables a
otros con más potencial. Si una economía se atasca y no permite esa
destrucción creativa y la adaptación a las nuevas circunstancias, no
crecerá de manera sostenible.
¿Es
esto algo para lo que las democracias sencillamente no sirven,
particularmente las menos afianzadas y que cuentan con instituciones a
las que les cuesta garantizar el imperio de la ley y la libertad de
expresión, en comparación con los regímenes autoritarios? Ciertamente,
se puede culpar a estas economías en problemas de no aprender de
Singapur, un sistema cuya democracia tutelada celebra su aniversario 50
este año y ha logrado evitar el tipo de esclerosis de grupos de poder y
corrupción que, por ejemplo, sufre hoy Brasil.
Tal vez los demócratas puedan encontrar consuelo en que China tampoco está aprendiendo la lección de Singapur.
La desaceleración que está sufriendo parece ser el resultado de los
problemas del Partido Comunista para hacer frente al monopolio de las
empresas públicas y liberar nuevos sectores para los privados.
No
importa, ya que no se trata de si es mejor la democracia o el
autoritarismo. El tema de fondo es que a menos que las economías
emergentes puedan seguir siendo flexibles y adaptables, no podrán
continuar emergiendo. Y la clave para ello son las instituciones
políticas y su voluntad de hacer frente a los grupos de intereses,
mediar en los conflictos sociales y mantener el imperio de la ley. Es la
política, estúpido.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
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