EDITORIAL
EL NACIONAL
El arte y
la técnica del poder han estado históricamente asociados a la vida humana como
una de las prácticas y experiencias más elementales y duraderas a lo largo y
ancho de su devenir, sobre todo cuando del poder político se trata.
Del otro
lado de la orilla, el límite, no desde el poder, sino contra el poder: la
fortaleza moral de los hombres, como miembros de la sociedad. Ambos se
contraponen en juego de luces y sombras, de contrapesos y tensión que marcan
constantemente el andar de los días y de los siglos.
El poder
siempre aspirando a ser absoluto, la moral como contrafuerza que le impide
llegar a traspasar un límite, al menos el mínimo indispensable para la
realización más plena posible del individuo. Sin esa tensión, garantía del
progreso, el poder anula la posibilidad del desarrollo humano, y es cuando la
moral se desnaturaliza o desvanece.
Durante
nuestra historia, el poder político se ha caracterizado por la debilidad de la
fuerza moral que se le contrapone. De allí la vergonzante lista de atropellos,
dictadores, populistas o no, revoluciones y otras patologías. La política
devino en una mera técnica, despojada de esencia humanista. Técnica para alcanzar
el poder y conservarlo, sin contenido moral. Sin contenido del deber.
Así la
democracia se convirtió en una palabra que apenas significaba una técnica
estratégica del poder que, sin el contrapeso moral, olvidó, cuando no violó,
deberes básicos de infaltable cumplimiento para su sobrevivencia. La fatuidad
de la vida política, el olvido de las necesidades sociales, la falta de
adaptación a los cambios que el tiempo reclama, permitieron la insurgencia de
fuerzas ancestrales impregnadas de creencias y actitudes contrarias a la
libertad y la democracia, ahora con ropaje neototalitario. Su triunfo es
transitorio, no por eso menos doloroso.
Aprender
de lo no sabido y de lo vivido es fundamental para reintentar, perfeccionar y
desarrollar un nuevo programa político, moralmente sólido e inteligentemente
adecuado a tiempos que reclaman democracia con contenido.
Entonces
lo político se nutrirá del saber económico y de la acción ética, al menos
mínima, que es la que permite una estructura institucional correctora y sancionadora
de las desviaciones. Habrá justicia, nunca perfecta, pero sí perfectible.
Nunca
estaremos del todo liberados de los peligros del autoritarismo, del militarismo
y de ardides de demagogos desalmados. Por tanto, es fundamental la memoria y el
aprendizaje de la nefasta experiencia que vivimos, como también es fundamental
que quienes hagan política reconozcan sus límites, debilidades y posibles
extravíos. Es también necesario que la sociedad forme cuadros de liderazgos
auténticos en los distintos dominios de su existencia.
Líderes no son solamente los
políticos. La pobreza intelectual, las penurias morales prohijadas por la
ambición desmedida del enriquecimiento sin esfuerzo están dentro de nuestras
más trágicas condiciones. Superarlas es posible. El sentido común puede ayudar.
Vía El Nacional
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