Tomás Straka
Contemplo la imagen mientras espero a que abran las puertas de una farmacia. Se trata de una de esas cadenas cuyos establecimientos se parecen más a un supermercado que las viejas boticas que sólo vendían medicinas, por lo que a un cuarto de hora para las ocho de la mañana ya se ha formado una fila de gente aguardan a que coloquen algo de lo regulado (y, por lo tanto, escaso) en los anaqueles. Quienes vamos directamente a comprar medicinas no tenemos que hacer la cola y por eso aguardamos directamente en la puerta. Rondando está una señora con dos termos de café. Aparentemente su negocio es venderle un guayoyo o un con-leche a los que hacen la cola, pero pronto comprendo que su labor es de inteligencia. Le pregunta a otra señora qué han puesto en un determinado supermercado que está a pocos kilómetros. “Arroz y café”, le responde. De inmediato la vendedora toma su celular y le avisa a otra persona de lo que debe ser una organización relativamente grande, la noticia. Se trata de la industria del bachaqueo, una enraizada tradición de varias décadas.
En efecto, nunca se imaginó el ministro de Interior Pedro Tinoco (padre) cuando firmó el convenio que pasó a la historia con su nombre que tal sería desenlace bochornoso, distópico, de un sistema que sin darse cuenta estaba ayudando a formar. El Convenio Tinoco, firmado el 28 de agosto de 1934 entre el Estado, las compañías petroleras y la banca, es considerado la primera intervención directa del gobierno en el mercado cambiario y, por eso, según algunos es la partida de nacimiento del rentismo petrolero, al menos del puro y duro. Tinoco trataba de darle respuesta, dentro de los estrechos márgenes institucionales y técnicos de la Venezuela de entonces, a un problema que amenazaba con destruir el cuarto de siglo de estabilidad gomecista que ya llevábamos andado: la crisis de la agricultura, en especial del café, en un país que aún era fundamentalmente campesino. En contra de nuestro cultivo bandera se había creado la tormenta perfecta de la devaluación del dólar, decretada en los Estados Unidos para enfrentar la Gran Recesión, con la llegada de enormes cantidades de divisas a Venezuela producto de la inversión en la industria petrolera, lo que revaluó el bolívar de unos siete por dólar a 3,06. Esto significaba, entre otras cosas, que los productos venezolanos no tenían posibilidad de competir en el exterior.
Ante el clamor de los agricultores en quiebra, el Estado decidió, en contra de su escrupulosa política de no intervenir en el mercado, generar un acuerdo para llevar el dólar a un precio más razonable para nuestras exportaciones. Se trató del primer ensayo de un artilugio en el que hemos insistido una y otra vez desde entonces: la decisión política de ponerle un precio conveniente al dólar distinto al dictaminado por los mercados. Dicho de forma extremadamente simplificadora, se acordó que las compañías petroleras les venderían a los bancos los dólares a una tasa de 3,90 por bolívar, y a su vez los bancos se los venderían al gobierno a 3,93. Con ello las compañías necesitaban vender menos dólares para obtener los bolívares que requerían, con lo que se evitaba la sobreoferta, mientras los bancos obtenían un diferencial cambiario para invertir en la agricultura. Aunque aparentemente se devaluó la moneda, en realidad se trató de un paliativo puntual dentro del contexto de una gran revaluación (recuérdese que para 1930 el dólar estaba a 5,50 bolívares) y que los agricultores, como lo remachó su portavoz Alberto Adriani una y otra vez, aspiraban a una devaluación, cuando menos, a cinco bolívares por dólar (es decir, los precios de finales del siglo XIX).
Tal vez para el venezolano contemporáneo aquello parece un universo radicalmente distinto al de los bachaqueros actuales: un país cuyo principal problema era que entraban demasiados dólares y cuya moneda, para consternación de muchos, se fortalecía todos los días. Sin embargo, si vemos las cosas con calma, los vínculos son mucho más estrechos con la catástrofe que actualmente vivimos. De hecho, históricamente podemos decir que se trata de dos momentos de un mismo fenómeno. En primer lugar, porque, frente a la aspiración de hombres como Adriani, en realidad la decisión fue la de mantener al bolívar fuerte. Entre aumentar la producción y maximizar la renta se prefirió lo segundo. Un dólar a 3,93 permite absorber un porcentaje de la renta mucho mayor que un dólar a cinco o a seis. De hecho, casi el doble. En momentos en los que los impuestos a las compañías eran relativamente bajos, la mejor manera de captar la renta era a través de una tasa de cambio que permitiera echar mano a la mayor parte de sus dólares posibles. Por otra parte, como los impuestos que pagaban las compañías los cancelaban en bolívares, mientras más valieran éstos, más dólares podrían obtenerse con ellos.
En segundo lugar, porque el Estado comenzó un sistema que se ha mantenido, con las excepciones del caso, hasta hoy: mantener el bolívar muy fuerte, incluso sobrevaluándolo si hiciese falta, para financiar al resto de la sociedad. Recuérdese que un mes antes del Convenio ya se había aplicado una “solución” para los agricultores: una ayuda por diez millones de bolívares, decretada patrióticamente el 24 de julio. Con ello no se solucionaba el problema estructural, pero se calmaban los nervios, se atajaba los disgustos e, incluso, en algunos casos se tendía un puente para que no pocos dejaran que sus haciendas terminaran de naufragar mientras se cambiaban a algo más rentable, como los bienes raíces o la importancia de cualquier cosa. No decimos con esto que los miembros de la Junta General de Subsidio a la Agricultores hayan sido deshonestos, al menos no todos; sino que los incentivos para hacer algo distinto a especular con un cambio muy favorable eran enormes, en realidad irresistibles. Así, como ha demostrado Diego Bautista Urbaneja en un libro tan reciente como importante (La renta y el reclamo, Caracas, Editorial Alfa, 2013), toda la sociedad terminó por organizarse en torno al reclamo de un pedazo de la renta. Primero fueron los agricultores, después otros sectores, hasta llegar a las mayorías. Conseguir dólares baratos para importar y vender cosas, y después convertir la ganancia en más dólares será, a partir de entonces, uno de los grandes negocios de Venezuela. Del mismo modo que con la Junta, esto no significa que no hubo empresarios dispuestos a generar valor agregado con su sudor, o que la inversión pública, gigantesca entre 1950 y 1970, no haya creado industrias e infraestructuras de gran valor. Sólo significa que la lógica del raspacupo y del bachaqueo se afincan muy hondo en la vida venezolana y que a lo sumo son una expresión decadente (aunque, si se la ve bien, también democrática, porque la practican personas que antes no participaban directamente en la fiesta) de una tradición inveterada.
Cuando, hacia mediados de los años ochenta, la renta dejó de ser suficiente para satisfacer a todos, cuando hubo de ponerse un control de cambios para direccionarla, es decir, cuando el sistema desplomó, aparecieron, como siempre en las decadencias, expresiones más patéticas,manieristas, del fenómeno. Eludidos los intentos de correctivos de los noventas por sus altos impactos políticos y sociales, el chavismo estiró el sistema hasta el extremo de sus posibilidades. Tinoco, al cabo, logró estabilizar la moneda, atajó el naciente mercado negro e inició tres décadas de 3,30 por dólar. Además, trabajó mano a mano con los actores económicos, oyó sus propuestas y representó a un gobierno tendencialmente escrupuloso en el manejo de los presupuestos. Ni la Junta de Centralización Cambiaria (1937), ni el primer control de cambios (1941) ni ninguna de las políticas posteriores fueron tan lejos, duraron tanto tiempo ni trataron de suprimir al mercado como lo que hemos vivido desde el 2003. Por eso las distorsiones son mucho mayores. En esto, como en casi todo, los resultados fueron exactamente los contrarios a los proclamados (y al menos deseados por los más doctrinarios y honestos en sus ideas, como Jorge Giordani). El nuevo hombre socialista resultó ser un especulador cambista mucho mayor que cualquiera de los que hubo antes. Una especie de fase superior del rentismo.
De tal modo que el raspacupo que en 2013 que atiborraba las salas de espera de Maiquetía, que inventaba viajes con toda la familia a los destinos que permitieran el cupo más grande, no buscaba, en pequeño, otra cosa que lo que en grande buscó Tinoco en 1934: obtener unos bolívares que valieran muchos más de lo que usualmente valían, para conseguir la mayor cantidad de dólares posibles, lo que en Venezuela significa la tajada más grande posible de la renta petrolera. La ecuación resultaba fácil: con cuatro o seis bolívares contenidos en una tarjeta de crédito podías obtener un dólar, mientras con los que se tenía en efectivo en el bolsillo, había que desembolsar ocho o doce. Es decir, con unos bolívares (los de la tarjeta) tenías más acceso a la renta que con los otros. El bachaquero hace exactamente lo mismo: en la cola, los bolívares que en otra parte valen mucho menos, porque compran mucho menos, permiten hacerse con una mayor porción de renta. Esa que el gobierno transfiere con los sobrevaluadísimos bolívares con los compra los dólares para importar productos de primera necesidad. Y no hablemos de los “super-bachaqueros”, de los que de verdad se han hecho super-ricos, de los que logran bicicletearun dólar obtenido a 6 para venderlo a 600: desde los días de los rescates, como llamaban los españoles al trueque de tiras de tela y espejos por oro y perlas con los indígenas, no se había visto un negocio tan lucrativo en estas tierras.
Obviamente que el problema es mucho más complejo y posee aristas e implicaciones que se escapan para quien no es un especialista, pero dibujado de esta manera podemos verlo en su dimensión y gravedad histórica. Especialmente porque aún no podemos afirmar que el manierismo y patetismo de las colas y las “fabulosas” ganancias que producen (como las producía el “raspar cupos”) signifiquen, como cabría esperar, el final de una etapa. Tal vez a la pesadilla le toque un rato más. Casi un siglo de historia no se borran de un plumazo. Y si no, hay que preguntarle a la vendedora de café, a la que ya no veo cuando salgo de la farmacia en la que no conseguí (¡en esta tampoco!) las medicinas que buscaba. Ella muy probablemente no sepa qué fue el Convenio Tinoco o la manera en la que unos pañales a precio controlado expresan la renta petrolera, pero sí sabe algo muy claro: hacerse de ellos (es decir, de la renta contenida en ellos) es un estupendo negocio.
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