Alejandro Oliveros
Uno de los más escrupulosos biógrafos de Márai, aseguraba que todas las novelas del autor eran autobiográficas, algo que se ha dicho de casi todos los narradores. En el caso de Márai, uno piensa que eso puede ser cierto de ficciones como Los rebeldes, Liberación y tal vez La gaviota; pero qué puede haber de autobiográfico en La herencia de Eszter o Casanova en Bolzano? Hay gente, generalmente críticos literarios o de arte, que ve más que los demás, a veces demasiado. Me detengo en esto, a propósito de la relectura (la primera vez fue en diciembre de 2010, de acuerdo con mis diarios) de La sangre de san Genaro, la novela napolitana del escritor húngaro. Tal vez, con propiedad, la más autobiográficas de todas sus narraciones y la más extraordinaria. Se trata del caso, tal vez único, de una autobiografía avant la lettre, en la cual el autor nos habla, con inquietante precisión, no de lo que le ha ocurrido, sino de lo que le va a ocurrir. A sus cincuenta y dos años, Márai cuenta, con detalles, lo que le ocurrirá a los ochenta. Y lo que cuenta nos interesa a todos en la Venezuela de estos tiempos de exilios, pseudo-exilios, para-exilios, exilios pendulares, exilios circulares y otras variantes.
La lectura de La sangre de san Genaro, uno de los logros narrativos europeos más distinguidos del segundo novecientos, es urgente. Márai fue experto en destierros, se podría decir de él que nació predestinado para el exilio. En sus Confesiones de un burgués, esa gran elegía a una clase a la cual perteneció de manera brillante (cuando ingresó a la Universidad de Budapest, el rector era tío suyo), es inevitable el presentimiento de que ese destino lo esperaba a la vuelta de la esquina, a pesar de que la narrativa se detiene en 1934. Algo parecido se siente en su novelaLiberación, aquellas sucesivas ocupaciones militares, una más fascista que la otra, no prometían nada bueno, ante lo cual la huida no era sino lo más recomendable. Una sensación no muy distinta a la del millón de venezolanos que, ante otra forma de ocupación, han optado por la fuga. Sándor Márai se decidió por el exilio sin retorno, que es lo que es el exilio para la Enciclopedia Británica(“la ausencia prolongada del propio país, impuesta por la fuerza de la autoridad”). Tierra, tierra, uno de sus libros de memorias, cuya vigencia en entre nosotros es, asimismo, considerable, termina cuando el círculo del totalitarismo estalinista se cierra sobre Hungría, que no es, aún, el caso de Venezuela. Un momento trágico, cuando alcanzamos, lo cual no debe suceder, la certeza de que la única libertad posible queda más allá de unas fronteras nacionales secuestradas. Al gran escritor húngaro, no siempre bien leído por algunos contemporáneos y menos entendido (J.M. Coetze, por ejemplo), no se le escapó, en sus años bajo el comunismo, la atracción fatal que este poder hegemónico puede ejercer sobre distinguidos miembros de la intelectualidad. Hablando del protagonista de La sangre de san Genaro, un destacado científico, pero que bien puede, como en Venezuela, tratarse de un músico o un director de orquesta:
…Y era apreciado también en el exterior… Era uno de esos individuos
cuya presencia en el país es tolerada de buen grado por cualquier
sistema político fundado en la violencia. Generalmente no se les
exige ni siquiera adherirse al partido político… A los gobiernos
totalitarios les agrada que un personaje famoso, bien conocido
internacionalmente, se quede en la patria y trabaje en un campo
políticamente neutro…A todos los sistemas fundados en la violencia
les complace que científicos, artistas, escritores permanezcan
en su país, en las fronteras de la patria.
cuya presencia en el país es tolerada de buen grado por cualquier
sistema político fundado en la violencia. Generalmente no se les
exige ni siquiera adherirse al partido político… A los gobiernos
totalitarios les agrada que un personaje famoso, bien conocido
internacionalmente, se quede en la patria y trabaje en un campo
políticamente neutro…A todos los sistemas fundados en la violencia
les complace que científicos, artistas, escritores permanezcan
en su país, en las fronteras de la patria.
Por supuesto, se trata de una falacia, la de pretender ser neutros, como si la música fuera neutral, o la poesía o el arte; mientras la represión no se detiene, y el cerco se estrecha sobre los pobres músicos, que no son distintos, ni en su profesión ni en nada, a las otras víctimas de la catástrofe nacional.
El lugar escogido por Márai para los primeros cuatro años de su destierro no era el más obvio y, de nuevo, en Tierra tierra, nos ofrece la justificación de su escogencia: “Después de Roma fui a Nápoles. El sol refulgía sobre Posílipo, su brillo debía acompañarme todo el viaje, e incluso más tarde, después de mi regreso a Hungría. Fue el único recuerdo positivo de mi expedición en Europa Occidental, lo único me incitaba a regresar. Mucho después, al abandonar mi país para nunca más volver, fue a ese llamado que respondí. Fui directamente a Posílipo para hundirme desde la cabeza en su luz, como el suicida que, después de mucho pensarlo, se deshace de su salvavidas y se lanza al Niágara”. La evocación no deja de asombrar porque, aun cuando no fue precisamente al Niágara, el protagonista de La sangre de san Genaro termina sus días ahogado en las aguas procelosas del Golfo. Como quiera que sea, lo que uno espera de un desterrado, en esos años de la postguerra, es un destino más estimulante, Australia, Suramérica o el ancho y ajeno Estados Unidos. La gente se estaba viniendo a Venezuela, Brasil y Argentina, cuando Márai, a contracorriente, decide hacer vida en la vieja colonia griega, Neapolis; como se conoció en esos tiempos a esta irrepetida geografía urbana, la única fundada por una sirena, Parténope.
Podría decirse, en una muestra de absurdo reduccionismo, que existen dos Nápoles: Posílipo y Nápoles. La primera, la menos evidente, se extendería aproximadamente desde Castel del Uovo, donde Virgilio sorprendía a los oficiales del imperio romano con su sabiduría y actos de magia, hasta el propio cabo de Posílipo. Uno de los paisajes costeros de más dramática belleza del Mediterráneo. La otra Nápoles se abre hacia el Vesuvio, y llega hasta el bendito pueblo de Santa Agata sui due Golfi. Es la geografía urbana probablemente más reproducida del mundo, la que aparece en todos los menus de las trattorias y adorna las paredes de la mayoría de las pizzerías del planeta; el laberíntico espacio del Duomo y el Quartiere Spagnolo. El corazón de Spacca Napoli con los artesanos y fabricantes de los más ingeniosos pesebres; la sede de la universidad, fundada por Fedérico II y donde se rinde homenaje a Giordanno Bruno, miembro de su facultad y el hombre más sabio de su tiempo. Es la Nápoles “verace”, la propia, la más estricta a la hora de escoger sus amistades. No hay términos medios aquí, te gusta o no te gusta. Y si no te gusta, es que Nápoles no vio méritos suficientes en ti para hacerte participar de su secreta belleza. No estamos en París, Londres o Viena y, sin embargo, o por lo mismo, ninguna ciudad más acogedora que la capital de Campania. En su diario de estos años (Napló 1945-1957 todavía sin traducción a lenguas occidentales, salvo fragmentariamente), Márai refiere la experiencia:
Todas las tardes de paseo por las callejuelas de Nápole por los
alrededores de San Biagio dei Librai. Todos viven aquí, Benedetto
Croce (en las tiendas repletas de gente de habla de él como
el santo vivo y pagano de Nápoles), el obispo, los príncipes, en medio
de la mugre, en edificios tambaleantes. Es aquí donde vive el
pueblo napolitano. Hombres de todas las clases y condiciones, que comen
y beben lo mismo, piensan y sueñan del mismo modo. Se trata
de hombres mediterráneos. No tanto italianos como mediterráneos.
Y esta es su condición social.
alrededores de San Biagio dei Librai. Todos viven aquí, Benedetto
Croce (en las tiendas repletas de gente de habla de él como
el santo vivo y pagano de Nápoles), el obispo, los príncipes, en medio
de la mugre, en edificios tambaleantes. Es aquí donde vive el
pueblo napolitano. Hombres de todas las clases y condiciones, que comen
y beben lo mismo, piensan y sueñan del mismo modo. Se trata
de hombres mediterráneos. No tanto italianos como mediterráneos.
Y esta es su condición social.
En las primeras páginas de La sangre de san Genaro, Márai encarga a uno de sus personajes de aventurar la causa de esta condición socio-psicológica de complejidad fascinante,
Los extranjeros no lo entienden. Creen que los napolitanos son
muy religiosos. Sin embargo, esto no es verdad. El nuestro es un pueblo
supersticioso, es cierto, mas no religioso… Solo cree en los milagros.
muy religiosos. Sin embargo, esto no es verdad. El nuestro es un pueblo
supersticioso, es cierto, mas no religioso… Solo cree en los milagros.
Y este es el fundamento de la vida de los napolitanos, el “milagro oficial” de la licuefacción de la sangre de San Genaro, que tiene que ocurrir, porque para eso es oficial, dos veces al año, en primavera y otoño. El que quiera conocer el alma de Nápoles, uno de los pocos refugios del mito en Occidente, no puede dejar de leerse las dos primeras partes de La sangre. Los que tengan interés en la psique desterrada de su autor, y de todos los desterrados, no importan las categorizaciones, deben sentir como obligatoria la lectura de las otras dos secciones. Sobre el exilio, como sobre el suicidio, con el cual lo asociamos por lo menos desde Sócrates, nunca se sabe demasiado; el que lo crea, es porque nada sabe. La sangre de San Genaro está protagonizada por la gente de Nápoles, a la cual el libro está dedicado, y un par de extranjeros sin nombre, en una cruel metáfora de la identidad perdida de estos refugiados. De los dos, ya entrados en años, sólo oiremos la voz de la mujer, al final, y en un confesionario. Gracias a ella, al sacerdote y al detective encargado de la investigación, conoceremos la existencia de este hombre, imagen especular de Márai. En este caso, un científico distinguido cuyos horizontes sufrieron las fracturas de dos invasiones, la de los nazi y luego la de los comunistas. Ante el riesgo, que corremos todos en situaciones no distintas, de pacificarse, de integrarse, de abandonar el cuestionamiento, decide que mejor el exilio peligroso que la acomodaticia entrega a los enemigos de las libertades. El protagonista siente que, también él, está destinado al destierro, y abandona, lo cual no siempre es lo más recomendable, toda esperanza.
La cuarta sección, el largo monólogo de la mujer en el confesionario, suena conocido, como si lo hubiéramos leído en el diario inexistente de la esposa de Márai, antes de morir dos años antes que él.
Quería que fuera yo quien le pusiera fin a su vida… En un libro leí una entrevista de un escritora un paciente que había sido curado de una esquizofrenia… Le preguntaba que es lo que recordaba de su enfermedad, y el enfermo respondió que tenía siempre la sensación de encontrarse frente a una puerta cerrada, pero sin saber, en ningún momento, de que lado se encontraba… Así es cómo estábamos viviendo. Nunca sabíamos, ni por un instante de qué lado de la puerta nos encontrábamos… la puerta era el presente, la realidad cuotidiana en la que vivíamos. De un lado de la puerta estaba el pasado. Del otro lado estaba el futuro. Pero no sabíamos en que lado estábamos viviendo. En dirección del pasado, de los recuerdos, de la identidad, un tiempo ya transcurrido, o en dirección del futuro.
Sólo estoy seguro de algo: en las condiciones de aguda precariedad existencial en la cual vivimos en una Venezuela de indigencias, no será esta mi última relectura de la novela de Márai. Ya no la veo simplemente como una de las mejores novelas europeas de su tiempo; ahora la entiendo como un inventario de todas las miserias del exilio, esa condición ante la cual los antiguos se resistían. Al final, uno piensa en Walter Benjamin, otro desterrado sin regreso, cuando nos recordaba para quiénes se había inventado la esperanza.
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