Laureano Márquez
En agosto de 1498, Colón, en su tercer viaje toca por fin el continente americano y lo hace en Venezuela, en el delta del Orinoco. Se sorprende enormemente por la fuerza de este río y al adentrarse en él escribe en su diario: “tengo sentado en el ánima que allí es el Paraíso Terrenal”. Ese día comenzó nuestro calvario. ¿Qué es lo que, en esencia, define al Paraíso?: el hecho singular de que el hombre no tiene que trabajar, porque como bien sabía el negrito del Batey: “el trabajo lo hizo Dios como castigo”. Adán es -como los venezolanos, a decir del profesor Diego Urbaneja en su libro “La renta y el reclamo”- un “reclamador de renta”. Toma lo que necesita sin esfuerzo, de un jardín que por el que no ha tenido que afanarse. No debe sembrar siquiera, todo está allí, como dice Dios por boca de Aquiles Nazoa (con perdón):
Y como el clima lo favorece
todo allí crece
que es un primor:
se dan auyamas,
se dan chayotas
y unas papotas
de este color.
Este sistema, que nos ha enseñado a vivir del cuento, ahora se sorprende de que la gente de a pie haga lo que los burócratas y sus enchufados han hecho en grado dantesco: bachaquear y contrabandear 17 años de renta petrolera. ¿Qué razones tenemos para trabajar si nuestro ingreso puede pasar de 12 dólares a 100 sin ningún impulso adicional? El esfuerzo, el trabajo como destino de vida, no está en nuestros genes colectivos. Desde el más humilde hasta el más encumbrado, la idea de que tenemos derecho a recibir gratuitamente se nos ha instalado en el alma. En aquel será un pollo, en este un negocio multimillonario para importar contenedores vacios, o comida que se pudra, da igual.
¿Por qué razón algunas empresas que son muestra de eficiencia en el trabajo productivo durante años de esfuerzo y organización molestan tanto al gobierno? Simplemente porque son emblema de esa cultura de trabajo con la cual estamos enemistados desde que aparecieron perlas en Cubagua y desde que a Colòn, cual bolichico de la vida, se le fueron los ojos detrás de los brazaletes y collares de oro con que se adornaban los aborígenes. Creo que la primera cosa que aprendieron a decir los españoles en lengua de estas tierras fue: “¿Dónde se consigue más de esto?” ¿Qué será, por cierto del oro repatriado en un tiempo en que “hacer patria” y “hacer billete” son sinónimos?
Para Colón, nuestros primitivos eran “buenos salvajes” que demostraban que los males provienen de la cultura y la civilización. Ellos no tenían que trabajar porque vivían en El Paraíso. Igual que nuestros líderes -que nunca han tenido a su cargo ninguna actividad verdaderamente productiva- pensaba que se podía vivir infinitamente del reparto gratuito. La caída de los precios petroleros nos ha dejado fuera del Edén, completamente desnudos y hasta las matas de acetaminofén se secaron.
Nos toca aprender a trabajar, generar la cultura de que solo con esfuerzo sostenido es posible progresar. Ese será el único rumbo que puede tomar Venezuela una vez que la labor destructiva -hoy en marcha- haya concluido.
Los venezolanos de bien, que son la gran mayoría, sufren la depresión profunda que produce ser testigos de la devastación de su patria y destino. Lo que comenzó con el nombre de “Tierra de gracia”, ha devenido en tierra de desgracias, producto además de nuestras propias acciones o inacciones, de nuestro verbo encendido o de nuestro silencio cómplice. Tarde o temprano tendremos que aprender a trabajar, habrá, además, que redoblar esfuerzos, porque las cuentas de los enchufados van a llegar muy pronto y va a suceder como siempre ha pasado con todas las cuentas en Venezuela: le toca pagarla al más bolsa.
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