Fernando Mires
Quienes
al leer el título del presente artículo imaginan que me voy a sumar a la fila
de descerebrados que han atacado al Papa Francisco por no seguir los deseos
políticos e ideológicos de ellos en su visita a Cuba, se desengañarán. Del
mismo modo quienes piensan que con la utilización del término fariseo estoy
intentando descalificar a la figura papal, les recomiendo que no sigan leyendo
a este texto.
El
término fariseo lo utilizo en su más rigurosa acepción, es decir, no en el
sentido peyorativo asignado por el fundamentalismo cristiano-medieval y mucho
menos por las corrientes cristianas
antisemitas que endilgan al pueblo judío -el pueblo de Jesús- el crimen de
haber entregado el cuerpo del hijo de María al poder del imperio.
Al
decir fariseo estoy nombrando a la fracción religiosa más importante del pueblo
judío en los tiempos de Jesús.
Los
fariseos eran los más estrictos defensores de la fe, los cuidadores del templo,
y no por último, los representantes de la ley de Dios ante su pueblo. Fariseos
fueron María y José, fariseos fueron los hermanos de Jesús, fariseos
fueron la mayoría de sus apóstoles,
fariseo fue Pablo, el fundador del cristianismo. Los fariseos eran los
representantes del judaísmo formalizado en los textos pero también los
defensores de la tradición oral –en contra de la opinión de los
fundamentalistas zelotes- de la cual Juan el Bautista y Jesús fueron notables
exponentes.
Lo
fariseos partían del convencimiento de que la defensa de la fe pasaba por la defensa
de las instituciones de la fe. Sin esas instituciones el pueblo judío no podía,
según ellos, seguir existiendo como unidad religiosa. Hecho reconocido por la
profunda teología de Benedicto XVl quien en su libro “Jesús” manifiesta cierta
comprensión ante los sacerdotes fariseos. Para ellos Jesús ponía en peligro a
la institución y a la seguridad material del templo.
Jesús
no estaba en contra de la ley judía, todo lo contrario. Jesús era un judío muy
observante. Por lo mismo, para él las leyes de las instituciones debían estar
subordinadas a las dos primeras leyes de los diez mandamientos. Amar a Dios por
sobre todas las cosas y amar al prójimo como a ti mismo son los mandamientos
primeros y primarios de la cristiandad. Esos dos mandamientos integran en sí,
según Benedicto, a todos los demás.
Así
nos explicamos por qué Jesús, en seguimiento a las leyes primarias, se permitió
no seguir, cuando era necesario, los reglamentos secundarios de su religión.
Jesús predicaba durante el Shabat, curaba enfermos y dialogaba con enemigos de
los judíos, como los samaritanos. Antes que nada, lo que contaba para Jesús era
el amor a Dios y el amor al prójimo. La misma postura adoptaría el apóstol
Pablo en contra de Pedro con relación al tema de la circuncisión.
Mientras
que según Pedro para ser cristiano había que ser circunciso, para Pablo ese era
un tema de muy poca importancia al lado de la posibilidad de entregar la
palabra de Dios a los gentiles.
Desde
sus propios orígenes judíos hasta nuestros tiempos el cristianismo arrastraría
consigo la contradicción que se presenta entre la razón de la tradición
religiosa y la razón de la fe. Los fariseos respetaban por cierto a la segunda
razón. Pero a la vez estaban convencidos de que la razón de la fe pasaba por la
defensa de las instituciones religiosas. Para Jesús en cambio el templo no era
más que una construcción arquitectónica.
El
templo estaba según Jesús en el corazón de cada ser cuando acoge a Dios. Más
aún: allí donde anida la palabra de Dios hay templo. Ese templo es a su vez la
representación del tiempo de la eternidad, tiempo que se hace presente entre
los mortales mediante la interiorización del pensamiento de Dios.
En
breve, respetando a la institución religiosa, para Jesús la razón de Dios
comenzaba mucho antes y proseguía mucho más allá del templo de piedra.
No
así para los fariseos. Destruido el templo terminaba para ellos la unidad del
pueblo. Para preservar la razón de Dios había que preservar la razón del templo
la que era a la vez la razón del pueblo de Dios. Siguiendo a la lógica farisea,
Dios existía sin las instituciones pero, para preservar a Dios, las
instituciones eran imprescindibles. Y bien, esa lógica, la lógica farisea, ha
sido la misma que a lo largo de toda su historia ha hecho suya la Iglesia
Católica Romana.
Los
Papas, de acuerdo a la lectura católica, representan a la palabra de Cristo
sobre la tierra pero, además, a la institución eclesiástica. El reino de los
Papas, a diferencia de el de Jesús, es de, y está en, este mundo. Para un Papa
la defensa de la palabra de Cristo se confunde con la defensa de la Iglesia. En
estricto sentido del término, cada Papa está obligado a seguir la lógica
farisea.
Un
cristiano común y corriente puede estar en desacuerdo con su Iglesia sin dejar
por eso de ser cristiano. Eso nunca puede ocurrir con un Papa. El Papa, quiera
o no, se debe a la Iglesia que él
representa. Un poder espiritual, si se quiere. Pero, hay que agregar, un poder
espiritual institucionalizado. Por lo mismo, uno, como católico no está obligado
a decir sí a todo lo que dice un Papa. Basta escuchar la voz de Cristo en su
corazón.
El
Papa, de acuerdo a toda teología, es representante de Dios, pero no es Dios.
Mucho menos si se trata de asumir una opción política. Ningún Papa puede
dictaminar a favor o en contra de una opción política. Si el Papa como Jefe de
Estado saluda a Fidel Castro -el representante simbólico de lo que la casta
dominante en Cuba denomina como “revolución”- eso no significa que los
católicos del mundo deban sentirse obligados a venerar a Castro del mismo modo
como cuando Juan Pablo ll rezó junto a Pinochet durante su visita a Chile,
ningún católico chileno se sintió obligado a venerar a Pinochet.
Como
representante de una institución el Papa está en el derecho, incluso en el
deber de defender a su Iglesia cuando esta es atacada por otros poderes de la
tierra. Pero en ningún caso el Papa está facultado para dictaminar cuales son
ni como deben ser los poderes legítimos de la tierra. Así, y no de otra manera,
procedieron los fariseos con respecto a sus instituciones.
Como
representantes del poder religioso los fariseos estaban obligados a coexistir
con el poder del imperio y por lo mismo respetaron y acataron a las
instituciones imperiales. Dieron al César lo que era del César y a Dios lo que
era de Dios. No ocurrió lo mismo con las fracciones zelotes del judaísmo las
que, basadas en las mismas escrituras, interpretaban como deber religioso
desatar la guerra militar de liberación del pueblo judío en contra de las
huestes del imperio. Por cierto, muchos judíos siguieron a los zelotes y se
entregaron con todo a una guerra que terminó destruyéndolos a ellos y a las
instituciones defendidas por los propios fariseos.
Otros
judíos, los esenios, prefirieron huir de este mundo y entregarse a la
meditación en sus mazmorras del Mar Muerto. No faltaron por supuesto quienes
como los saduceos renegaron de su fe y se convirtieron en agentes del imperio.
Probablemente,
en su viaje a la isla, Francisco encontró a las mismas corrientes con las cuales
se encontró Jesús aunque esta vez en el seno de la cristiandad cubana.
Hay
cristianos cubanos que ven en la Iglesia Católica de su país una prolongación
religiosa del castrismo. Hay también sacerdotes católicos dispuestos a embarcarse
en una lucha frontal en contra de la dictadura castrista. Con toda seguridad
hay también ordenes conventuales dedicadas a la oración como ocurrió antes con
los esenios judíos. En medio de ese turbulento mundo político-religioso el Papa
no tiene otra alternativa sino defender a la institución que él representa,
aunque sea pagando un tributo a quienes detentan el poder en Cuba. Su actitud
en ese sentido es y debe ser, esencialmente farisea. Y está bien que así sea.
Que
nadie espere que un Papa, en visita oficial a otro país, intente saltar las
condiciones que imponen los gobernantes anfitriones. Ningún gobernante (y el
Papa, formalmente lo es) puede hacerlo. Que nadie espere que el Papa en su misa
de huésped diga palabras contrarias al gobierno que lo recibe. Ni siquiera lo
hizo Juan Pablo ll en su propio país, Polonia (la revolución, hay que
repetirlo, la hizo Solidarnosc, no el Papa). Mucho menos, que nadie espere que
un Papa de curso en tierra ajena a una revelación política universal. Basta que
el Papa esté ahí, presente, en nombre de su Iglesia. Su poder reside en su
presencia y en muy poco más.
El
Papa cumplió en Cuba solo con su deber del mismo modo como los fariseos
cumplieron con el suyo. Jesús, como Dios hecho humano, también cumplió con el
suyo. Un cristiano, por lo mismo, está obligado como Jesús a respetar a la
institución religiosa. Pero ninguno –con excepción tal vez de cardenales y
obispos- está obligado a repetir lo que dice el Papa. Entre los dones que Dios
nos dio –es mi pleno convencimiento- están la razón, la capacidad de pensar y
de tomar decisiones por nuestra cuenta. Dios está dentro y no fuera de la
razón. Dios es racional y la razón está en uno.
Entonces,
a Dios lo que es de Dios, al Papa lo que es del Papa y al ciudadano lo que debe
ser de cada ciudadano: la libertad de pensar y de expresar su pensamiento.
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