Nelson Fredy Padilla
Para saber quién era Carmen Balcells sin haberla conocido sirve recordar la reacción de Gabriel García Márquez cuando en febrero de 1999 recibió en su oficina de la revista Cambio, en Bogotá, una llamada desde Barcelona mientras revisaba el borrador de una crónica sobre cómo los paramilitares del Magdalena Medio colombiano habían vetado el comercio regional de Coca-Cola. Comunicarlo con su agente literario ameritaba quebrantar la orden del Nobel de no interrumpir. Hablaron concreto y en privado. Al regresar al escritorio dijo con ironía: “La Mama Grande”, el apodo con que la bautizó y que ella reprobaba. Quería saber cómo iban los borradores del primer volumen de las memorias del Nobel, publicado tres años después bajo el título Vivir para contarla. Una reacción parecida a la del Nobel peruano Mario Vargas Llosa, en abril del año pasado en su estudio en Lima, mientras lo entrevistaba El Espectador y atendió una llamada de “Carmen pendiente de los últimos detalles de Los cuentos de la peste y de unas probables memorias sobre mis años en París”. Era la más influyente del mundo de las letras en idioma español.
“Una mujer grandiosa, aunque implacable”, la definía entonces Eligio García Márquez, el hermano menor de Gabriel y quien fuera consejero en Cambio. La había conocido la noche del 24 de febrero de 1972 en el lobby del Hotel Tequendama de Bogotá junto al periodista de El Espectador Óscar Alarcón. De alguna manera Gabo y su hermano le temían y la adoraban, porque también fue editora de Yiyo y la amiga que lo guió en Europa a finales de los 70. La diferencia era que Gabo bromeaba con el poder “sobrenatural” de la administradora −calificativo preferido por Carmen− de la obra de los nacientes escritores del boom latinoamericano, incluidos Julio Cortázar, Jorge Amado, Carlos Fuentes y Augusto Monterroso. Estos dos últimos insistían: “Cuando Cervantes apareció, Carmen ya estaba allí”.
En el despacho de Balcells Agencia Literaria S. A., en la diagonal 580 de Barcelona, permanece colgado como obra de arte un cartel que siempre invitaba a la dueña al juego de quién era quién. En marcador rojo se lee: “El sueño de mi vida es poner una agencia literaria y tener un autor como yo”. Firmado: Gabriel, 1975. Trece años antes la escritora frustrada, que pasó por la Escuela de Altos Estudios Mercantiles de Cataluña, había logrado el primer contrato de representación literaria de un escritor colombiano nacido en Aracataca, al que le percibía una fuerza similar a la del estadounidense William Faulkner. En el surgimiento de esa amistad influyó, además del gusto común por el autor de Luz de agosto, el origen campesino de los dos, pues ella nació el 9 de agosto de 1930 en Santa Fe de Segarra, provincia de Lleida, y la decisión férrea con que la promotora del realismo mágico empezó a recorrer el mundo en busca de editores interesados.
“Trascendental” fue la palabra utilizada en charla con este diario por el inglés Gerald Martin cuando publicó Una vida, la biografía de García Márquez. Allí reveló cómo ya en 1962 la ambiciosa Carmen convenció en Nueva York a Roger Klein, de Harper and Row, para editar por mil dólares los cuatro libros que hasta entonces se conocían del colombiano. “Un contrato de mierda”, dijo Gabo, pero junto a Mercedes Barcha, su esposa, supieron que habían encontrado la agente ideal y el 7 de julio de 1965 firmaron un contrato definitivo para que lo representara en todos los idiomas y continentes durante 150 años. Luis Palomares, el esposo de Balcells, fue el testigo. Además del olfato que tenía para los negocios, ella presentía lo que venía y les decía a traductores −como Klety Sotidiarou-Barajas, al griego− que redoblaran su trabajo porque “algo mágico va a pasar”. Y vino Cien años de soledad, la explosión universal. Gabo empezó a llamarla “Supermán”. Ella a él “Gabíssimo”, como encabezaba los telegramas que reposan en su archivo personal, por el que el Ministerio de Cultura de España dice haber pagado tres millones de euros.
Eligio García llegó a decir que tenía una mente tan creativa y veloz que hubiera sido buena cuentista. Terminó escribiendo libros, los ahora codiciados libros de registro con el nombre de cada uno de sus decenas de autores y cada detalle de su relación laboral. El primero, uno del escritor rumano Vintila Horia, para cuya agencia trabajó en 1956 antes de independizarse.
En la medida en que la fama de Gabo se hacía global, Carmen venía una y otra vez a Colombia para asegurarse el control absoluto de los derechos de autor de sus libros. Hubiera querido hacerlo en cuestión de meses, pero le tomó casi 20 años, porque de por medio estaba un editor tan sagaz como ella: José Vicente Kataraín. El dueño del sello Oveja Negra había sido de los primeros en apostarle en Colombia al mundo macondiano y llegó a publicar ediciones de un millón de ejemplares, por ejemplo de Crónica de una muerte anunciada, en 1981.
Entre Balcells y Kataraín hubo batallas campales cuando empezaron los rumores de que los libros estaban siendo pirateados y se ofrecían en las calles colombianas sin control. En 1992 Kataraín se defendió anunciando el robo de planchas y negativos originales un día antes del lanzamiento deDoce cuentos peregrinos. La policía investigó y comprobó que no hubo tal cosa y que la denuncia era infundada. “Se armó el follón”, como decía Balcells, y eso rompió definitivamente la relación de Oveja Negra con García Márquez y su agente. Kataraín suspira al recordar estos episodios, pero le dijo esta semana a El Espectador que él, como Carmen Balcells, es de la “escuela del silencio” y que el mejor homenaje que puede hacerle es “no generar protagonismos así ella nos regañara y nos jalara las orejas como recordó Vargas Llosa”.
En agosto de 1993 la editorial Norma, enterada del pleito, aprovechó las celebraciones de los 70 años de Álvaro Mutis en Bogotá para negociar los derechos de la obra de García Márquez. Desde entonces Carmen Balcells prefirió confiar en el editor Moisés Melo, hoy asesor del Ministerio de Cultura y expresidente de la Cámara Colombiana del Libro. Se conocían porque a finales de los 80 Melo había publicado a Mutis y a Arturo Uslar Pietri, otros de los autores del gran catálogo balceliano, y una edición de El coronel no tiene quien le escriba. “Queríamos a García Márquez, pero ella no me lo iba a soltar de entrada”. Lo hizo esperar hasta que él la invitó a Cali, sede de Carvajal, empresa dueña de Norma.
“Resultaba intimidante. Nos sentamos solos en la gran sala de juntas para 30 ejecutivos y acordamos que a partir de Del amor y otros demonios (1994), nosotros publicaríamos los libros del Nobel en la región andina y luego en el Caribe y Centroamérica. Ventas de más de 200 mil ejemplares en el primer mes. Logramos desplazar a Oveja Negra”.
¿Así de fácil?
“Me había ganado su respeto y supe entender que una de las características de Carmen a la hora de negociar es que, a diferencia de otros agentes, su visión siempre era de largo plazo. No trataba de sacar la mayor tajada de la torta, sino hacerla crecer para beneficio de las dos partes”.
La firma del contrato fue en Alemania al estilo del “personaje mítico” que es Balcells, según Melo. La mejor mesa del hotel Frankfurter Hof −donde cenaba y celebraba con los nobeles a su paso por la feria del libro más importante del mundo−, la mejor champaña, generosidad desbordada. “Esa noche me encontré con el gerente de Warner Books y me pidió que le presentara a Carmen. Lo hice y él le propuso que García Márquez escribiera una biografía de Fidel Castro. Ella de inmediato dijo: No. Fidel es su amigo y él nunca lo hará”.
Muchos editores dicen haberla sufrido. “Una mujer difícil y compleja”, según Jorge Herralde, de los pocos que supieron montarle competencia. Sin embargo, Melo se emociona:
“Le tengo un afecto infinito y no muchos editores lo comparten, llegan a decir que los hacía sudar sangre. Yo nunca sentí que me maltratara, por el contrario, siempre me ayudaba muchísimo. En España me decía: ‘Vente a comer y despachamos’. Empezábamos a hablar de negocios y de literatura a las 2 y nos daban las 7”. Hace la salvedad de que hay anécdotas que no se cuentan porque “nos ligaba el secreto de confesión”.
En todo caso, revolucionó el mundo editorial, defendiendo a sus autores con uñas y dientes, imponiendo contratos temporales y no vitalicios, territoriales y no mundiales. “El boomlatinoamericano no es concebible sin ella”.
Colombia siempre estuvo entre sus prioridades de agenda profesional y personal. La familia de la esposa de Melo tiene finca en La Mesa de los Santos, Santander, y para su sorpresa Carmen aceptó visitarla con el compromiso de que nadie más supiera. “Quería conocer haciendas colombianas pensando en su retiro en la finca de su familia en su pueblo natal. Hasta preguntaba por los cultivos de café y la calidad del grano”.
De ahí a la siguiente batalla.
“Tremenda señora esa”, llegó a decir en este periódico Luis Alejandro Velasco, protagonista delRelato de un náufrago, luego de que perdiera en los tribunales los derechos editoriales que reclamaba a pesar de que García Márquez había pedido regalárselos, decisión no compartida por Balcells, a quien el autor terminaría por darle la razón después de que el exmarino planteara una demanda a raíz del Nobel de Literatura de 1982. “Se subió a la condición de escritor y quiso decidir él cuestiones sobre adaptaciones cinematográficas y traducciones. Si se hubiera quedado callado, habría seguido cobrando”.
Se ocupaba de todos los asuntos personales del Nobel y de todos sus autores. “Se metía en todo, y en todo significa en todo”, bien escribió esta semana Juan Marsé en El País de Madrid desde la casa que Carmen le ayudó a comprar. En el caso de García Márquez vale revelar un capítulo inédito. A finales de 1986, después de que sicarios de Pablo Escobar asesinaran a don Guillermo Cano, director de El Espectador, la viuda, doña Ana María Busquets, manifestó su dolor porque el escritor no salió a condenar en público el crimen ni fue solidario a pesar de que eran amigos muy cercanos desde que Gabo fue reportero del diario. Tampoco lo hizo Carmen Balcells con quien se conocían desde antes de la fama del Nobel. “Ella nos invitaba a su casa y a los mejores restaurantes de Barcelona, como 7 Puertas. Hablaba mucho con Guillermo, de El Espectador, y de Gabo, incluso se escribían cartas (que no ha encontrado), vino a la casa y nos entendimos muy bien porque era muy catalana, campechana, sencilla, hogareña, generosa, de carácter fuerte, divertida y de buena mesa. Le hice una sopa de receta rumana que se sirve dentro de una ahuyama y le gustó tanto que me negoció que se la enseñara a hacer a cambio de unos libros que yo quería de Gabo en diferentes idiomas”.
Un día de comienzos de 1987 la agente literaria se apareció en la casa de doña Ana María con cara de pocos amigos:
“Me pegó un regaño por lo que escribí y me trajo una carta de Gabo. Ella decía que eran personas demasiado sensibles que en ese momento no habían podido decir lo que sentían y yo reclamaba que uno debía sobreponerse y pensar que los demás necesitan solidaridad. No daba cabida al sentimentalismo y antes de irse me dijo: ‘¿Tú sí sabes lo que vale esa carta? ¿Lo que puedes sacarle de plata a esa carta?’”.
Siendo fraternal no dejaba de pensar en dividendos. Hizo carrera su frase “no tengo amigos, sino intereses” y un diálogo con Gabo: “¿Me quieres, Carmen?”. Ella responde: “No puedo responderte. Eres el 36,2% de nuestros ingresos”. La reconciliación vino después en Barcelona, en torno a una buena cena, y la viuda le llevó Tinta indeleble, el libro en homenaje a don Guillermo.
De vuelta a la ficción como negocio era tan minuciosa como García Márquez. Hablaba con autoridad de argumentos literarios, construcción de personajes, tiempo narrativo y tiempo verbal. Sabía cuándo una voz de autor era innovadora. Podía pasar de crítica literaria a recomendar un libro de administración o gerencia. Uno de sus asesores era el abogado y profesor barcelonés Alfred Font, autor de Las 12 leyes de la negociación. Con esa mezcla de intuición, talento, personalidad y disciplina, tenía de sobra para “cabrear a los editores” e imponerse en un negocio.
Roberto Burgos Cantor, uno de los novelistas más reconocidos de Colombia y amigo del nobel, recuerda:
“En 1985 me pidió que le diera a Carmen mis impresiones de la lectura del original de El amor en los tiempos del cólera. Cuando le pregunté cuál era su impresión contestó: ‘Todavía estoy bañada en lágrimas’. Era una mujer enamorada de sus autores”.
Y sus autores la amaban. Eduardo Mendoza redondeó en un párrafo las cualidades de “La Mama Grande”:
“La perspicacia como lectora, el talento para los negocios, la generosidad desbordante, la ocurrencia genial, la anécdota extravagante, la lágrima fácil, la risa constante, la autoridad intelectual y moral. Sin otro material que la inteligencia, la energía y la entrega, construyó algo equivalente al Imperio Romano y lo mantuvo día a día y piedra a piedra”.
El Espectador también buscó a Claudio López Lamadrid, el director literario de Penguin Random House, el más poderoso grupo editorial del mundo que ostenta los derechos sobre toda la obra de García Márquez, gracias a la amistad y la negociación entre él y Carmen Ballcels. No ahorra epíteto para su maestra. El mejor: “Maximalista”. “Poliédrica”, discute Herralde. Hiperbólica como el realismo mágico. Pudo ser la más influyente tanto en español como en inglés si se hubiera concretado en 2014 su alianza con el no menos poderoso norteamericano Andrew Wylie. Alcanzaron a declararse admiración mutua en un comunicado, pero la codicia de alias el Chacal lo llevó a montarle competencia en España.
Cuando García Márquez murió fue ella quien respondió en Ciudad de México las llamadas de autores, reyes y jefes de Estado de todo el mundo. A ella le llegó el turno el 20 de septiembre de 2015. Un infarto fulminante le impidió seguir la guerra que le había declarado a Google, Apple y Amazon para que fueran justos con los derechos de autor. La escritora Patricia Lara sabía que estaba muy estresada por el futuro de la agencia en el mundo actual. “Sí era dura, pero muy sentimental y llorona. Paradójica”. “La Mama Grande” también había perdido su guerra más personal contra la obesidad que la postró en una silla de ruedas. “Hoy te escucho aconsejarme entrar a esa clínica a la que ibas un par de semanas al año para bajarte esos 20 kilos que de inmediato te volvías a subir”, dice Patricia, otra de sus amigas colombianas. Carmen se miraba al espejo y decía: “Nunca me he gustado”.
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