Si desde los tiempos de Chávez se
ha presenciado en Venezuela un proceso ascendente de militarización, Maduro la
ha elevado hasta escala escandalosa. El jefe del Estado se ve tan dependiente
de la voluntad de los cuarteles, o tan necesitado de su auxilio, que la
administración anterior parece una atemperada gestión de corte cívico. Un
partido cada vez más alejado del sentir popular, la dirigencia del oficialismo
sin palabras convincentes ante la crisis, la incapacidad para modificar el
rumbo de un sistema descalabrado y la falta de carisma personal lo han
conducido a pintar con brocha gorda un paisaje verde oliva. No estamos frente
al hecho excepcional de llenar los cargos burocráticos con oficiales de las
fuerzas armadas, ni de presentarlos como el soporte del “socialismo del siglo
XXI”, pues todo ya se hizo con creces y continúa gracias a una receta del
Comandante Eterno, sino ante la voluntad de colocarlos en el centro del
candelero a través de movimientos que no pueden escapar de la vista de nadie,
como el único soporte en la situación de asfixia que lo lleva por la calle de
la amargura.
Entre todos esos movimientos
destacan las medidas tomadas en la frontera con Colombia, que ahora se
extienden hacia el oriente del país y hasta los límites con Guyana. Estamos, en
principio, ante búsquedas o enredos de naturaleza política que se esfuman para
convertirse en operación militar. Solo el discurso presidencial se
orienta en ocasiones a la difusión de argumentos como los que habitualmente
divulgan los portavoces civiles en tiempos de aprieto, para que predomine sin
interrupciones un panorama de órdenes superiores y de asuntos de obediencia
inflexible; para que las ideas relacionadas con la atención de un problema
social de trascendencia desaparezcan ante un desfile de carros blindados; para
que la diplomacia solo cumpla el papel de vanguardia de uniformados, de segundona
ante los actores estelares. El papel de los gobernadores de Táchira y Zulia
pone en evidencia la situación.
Los dos mandatarios regionales
son ahora funcionarios civiles, elegidos por el pueblo para la función de
magistrados, pero se comportan como subalternos del estamento militar. El hecho
de que sean originalmente criaturas de los cuarteles no los debe distanciar de
un compromiso esencialmente cívico. Sin embargo, actúan como piezas obedientes
de un alto mando residente en Caracas que los conmina a una conducta
esencialmente castrense. Permiten que la atención de las peculiaridades de
tales estados se diluya en el seguimiento sumiso de un asunto panorámico cuyas
coordenadas se diseñan y ordenan en un alto comando de la capital. Aunque las
comparaciones suelen ser inapropiadas, hacen el papel de procónsules que en el
Táchira y Zulia desarrollaron durante el gomecismo unos funcionarios como
Eustoquio Gómez y Vincencio Pérez Soto. No estuvieron ellos en sus cargos para
la atención de los asuntos locales, sino para imponer la voluntad de don Juan
Vicente. No eran los que mandaban en San Cristóbal o en Maracaibo, sino, en
vivo y en directo, el señor de La Mulera, a quien obedecían ciegamente y por
cuyos intereses se desvelaban porque de ello dependían su cargo y su vida
misma. Los tachirenses y los zulianos eran entonces plato de segunda mesa
frente a las necesidades del dictador. ¿No sucede ahora algo parecido, con las
diferencias y los maquillajes que impone la evolución del almanaque? ¿No viene
ahora primero, como en un pasado oscuro y doloroso, el sábado militar que el
domingo civil?
El asunto es alarmante en
esencia, no en balde relega y subestima las instancias propiamente republicanas
que deben asistir a la sociedad en la solución de problemas de envergadura,
pero sube en la escalera de la preocupación debido a la cercanía de las
elecciones parlamentarias. Un acto de cuño civil y de naturaleza política que
es fundamental ante la crisis que padecemos está prologado y circundado por la
ostentación militar. El discurso habitualmente atractivo de las campañas
electorales tiene como víspera y talanquera el lenguaje de los partes de
guerra. Si persiste la situación, como parece, terminaremos comparando el
gobierno de Chávez con la presidencia de José María Vargas.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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