Editorial
Actualizado 25/10/201503:35
La confesión del fiscal que acusó al dirigente opositor venezolano Leopoldo López de que las pruebas del juicio en su contra son falsas es un hecho de extraordinaria gravedad. Frankin Nieves desveló ayer «la farsa» judicial tras huir de su país junto a toda su familia. Explicó que se había visto obligado a inculpar a López presionado por sus superiores del Ministerio Fiscal, que le habían amenazado con la destitución si no cumplía la orden. Pero que tras meses de «angustia» tomó la decisión de abandonar Venezuela y contar la verdad. Y no es un momento escogido al azar, ya que la próxima semana la Fiscalía venezolana debe responder a la apelación presentada por los abogados de Leopoldo López, tras la reciente sentencia que le ha condenado a casi 14 años de cárcel.
De entrada, en cualquier país democrático esta confesión habría provocado ya un auténtico terremoto político y judicial, con la correspondiente depuración de responsabilidades al más alto nivel. Y, en paralelo, Leopoldo López habría sido puesto de inmediato en libertad, como mucho a la espera de un nuevo juicio imparcial y con todas las garantías procesales. Pero, claro, estamos hablando de Venezuela, un país que hace ya mucho tiempo se desliza por la pendiente del autoritarismo y que en muchos aspectos es una auténtica dictadura. Por ello, desde Caracas la revelación del fiscal sólo ha tenido como respuesta un ataque en la machacona línea de siempre:la de culpar a toda la oposición de orquestar campañas conspiranoicas para desestabilizar al régimen. Y, claro está, la liberación del líder opositor ni se contempla.
Todo en el caso Leopoldo López ha puesto en evidencia desde el primer día cómo al Gobierno de Maduro no le tiembla el pulso a la hora de encarcelar a sus rivales políticos para deshacerse de la oposición, igual que ha ocurrido también, por ejemplo, con el alcalde caraqueño Antonio Ledezma. López fue arrestado en febrero de 2014, tras encabezar una masiva manifestación contra el régimen. En aquellos días, toda Venezuela ardía en protestas que ocasionaron más de 40 víctimas mortales, muchas por excesos policiales. Las ONG denunciaron la represión gubernamental.
Pues bien, López ha pasado más de año y medio encarcelado en condiciones draconianas hasta la celebración del juicio. Y el mes pasado un tribunal le condenó a 13 años por instigación pública, asociación para delinquir, daños a la propiedad e incendio. Una condena ya de por sí inaudita, con la que la juez del caso incluso fue más lejos de la pena que solicitaba el fiscal. El mismo que ahora sabemos no podía conciliar el sueño por la angustia de saber que todo era una farsa procesal con pruebas inventadas ad hoc.
El comisionado para los derechos humanos de la ONU exigió hace meses la puesta en libertad de López. Y numerosos mandatarios internacionales mediaron por él en una campaña que tuvo al ex presidente Felipe González como asesor de los abogados defensores, aunque el régimen de Maduro le impidió siquiera poder acceder a una sesión en los tribunales. Pero el nuevo giro del caso debe obligar a toda la comunidad internacional a actuar. Y cabe esperar que la presión política consiga que el juicio a López sea revocado. El papel de los gobiernos de los países vecinos de Venezuela es clave. No pueden seguir callados ante el sistemático pisoteo de los derechos humanos y las libertades individuales del régimen bolivariano. Y ante un caso tan palmario, seguir mirando hacia otro lado les haría cómplices de tamaña tropelía.
Y lo peor de todo es que la descarada falta de división de poderes en Venezuela, con una Justicia absolutamente supeditada y entregada a la causa oficialista, no permite confiar en que las decisivas elecciones parlamentarias del próximo 6 de diciembre se vayan a desarrollar ni con limpieza ni con reglas de juego democráticas.
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