En EE UU hay un creciente consenso en torno a
tratar la adicción a narcóticos no como un asunto criminal sino de salud
pública
En noviembre los habitantes de
Ohio votarán para decidir si se legaliza la marihuana. Si votan a favor, Ohio
se convertirá en el estado más grande de Estados Unidos donde el cannabis es
legal, sumándose a otros cuatro y un distrito donde ya lo es: Colorado,
Washington, Alaska, Oregon y el Distrito de Columbia. California, el estado con
la economía y la población más grandes del país, podría ser el próximo. En 2016
también celebrará un referendo.
Las repercusiones son enormes.
Las legalizaciones del cannabis han resquebrajado los pilares de la guerra
contra las drogas liderada por Washington y abierto espacios de acción a los
que abogan por una reforma. Lo que está ocurriendo en varios estados de EE UU
podría desembocar en cambios profundos que beneficiarán a muchas personas en el
mundo, incluyendo millones de latinoamericanos.
Para ser justos, el ímpetu
reformista se puede detectar tanto a nivel estatal como federal. Durante
décadas, la guerra contra las drogas se ha basado en dos líneas de acción:
tratar como criminales a los consumidores y reducir el flujo de drogas hacia
los lugares con mayor demanda, EE UU y Europa, mediante la represión de la
oferta en los países productores y la interdicción de importaciones.
En EE UU hay un creciente
consenso en torno a la necesidad de tratar la adicción a narcóticos no como un
asunto criminal sino de salud pública, y de reducir la altísima tasa de
encarcelados que en parte ha resultado de un enfoque excesivamente punitivo
hacia los consumidores. La administración Obama ha tomado medidas que
sintonizan con este consenso e incluso dado pasos tímidos pero esperanzadores
en su política internacional antidrogas como privar de fondos programas de
erradicación de opio en Afganistán.
Pero más relevantes que estos
pequeños avances son los referendos. La legalización del cannabis en los estados
viola claramente leyes federales y tratados internacionales. Como ha dicho el
profesor de UCLA, Mark Kleiman, las autoridades locales están “entregando
licencias para cometer crímenes” federales. Curiosamente, el Departamento de
Justicia ha respondido a las legalizaciones con una actitud que es a la vez
pragmática y acomodaticia. Sin negar que existen leyes que prohíben lo que los
estados están haciendo, ha optado por evitar la confrontación y permitir la
legalización siempre y cuando los cultivadores, vendedores y consumidores de
marihuana se adhieran estrictamente a las regulaciones estatales.
El problema es que, conforme más
estados legalicen el cannabis, más absurda se vuelve la aquiescencia del
Gobierno federal, más flagrantes las violaciones a los tratados, y más
irreversible todo el proceso. A menos que la legalización sea un desastre, las
leyes federales terminarán amoldándose a las estatales. Y esto, por supuesto,
infligiría un duro golpe al statu quo.
Lo cual es una buena noticia. La
guerra contra las drogas ha sido un fracaso. A pesar de los inmensos esfuerzos,
no se han alcanzado los objetivos de disminuir la producción y el consumo de
drogas. La guerra además ha provocado perniciosos efectos secundarios como
altísimas tasas de encarcelados y violaciones de derechos humanos, y con
frecuencia ha exacerbado la violencia y la corrupción, a veces creando
inestabilidad política.
América Latina ha padecido más
que ninguna otra región las consecuencias de esta guerra. Y no solo por culpa
de Washington. Varios gobiernos de la región han sucumbido ante la ilusión de
que campañas represivas para reducir el flujo de drogas pueden tener un impacto
en el consumo en EE UU y los volúmenes de sustancias ilícitas que llegan a ese
país.
A menudo, el costo de esta
represión ha sido un brutal aumento de la violencia y la corrupción, como se
ve ahora en México. ¿Y los beneficios? Casi nulos en EE UU. Los flujos y el
consumo de drogas se han mantenido relativamente estables durante décadas. Es
decir: los países productores o de tránsito han adoptado políticas
increíblemente autodestructivas y contrarias a sus intereses que además no han
siquiera beneficiado a los estadounidenses. Y lo peor es que algunos países aún
no han advertido que reducir el tráfico de drogas es muchísimo más difícil y
muchísimo menos urgente que disminuir la violencia.
Todo el mundo acepta que la
legalización de la marihuana no es una panacea. A menos que se legalicen otras
drogas que no se van a legalizar, los mercados ilícitos seguirán existiendo y
lo carteles seguirán gozando de un extraordinario poder. Pero la legalización
en los estados de EE UU ha tenido un efecto positivo: socavar los postulados de
la guerra contra las drogas.
El principal promotor y policía
mundial de esta guerra ha pasado en poco tiempo de tener una posición
certeramente dogmática a una insosteniblemente ambivalente. Esto ha creado un
ambiente internacional más favorable para impulsar políticas mucho más
sensatas.
Alejandro Tarre es periodista
venezolano. Twitter: @alejandrotarre
Vía El País. España
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