Carlos Alberto Montaner
Donald Trump llegó a la Casa Blanca como la primavera, aunque en pleno invierno, y tampoco se sabe cómo ha sido. En el siglo XX, y en lo que va del XXI, ningún jefe de Estado norteamericano ha tomado posesión con menos apoyo popular. Solo 40% de los encuestados dice estar satisfecho. Los tres últimos –Clinton, Bush y Obama– excedían el 60%.
Tal vez por eso pululan las manifestaciones en su contra. Más de 60 congresistas, todos demócratas, no asistieron a la toma de posesión. Los trumpistas se defienden con un argumento histórico: en 1973, durante la segunda inauguración de Nixon, pese a su contundente victoria en 49 estados, 80 diputados demócratas boicotearon el acto.
Es cierto. Pero a Nixon lo adversaban por la gestión de la guerra de Vietnam, mientras Trump genera una hostilidad personal. No lo rechazan por sus hechos, porque nunca ha sido político, sino por sus dichos, sus ademanes, su carácter, sus rasgos de bully o por el hecho de que en su discurso de toma de posesión no haya tenido una sola frase conciliatoria. Sigue en pie de guerra.
Le critican su pelo rebelde, como el nido de un pájaro loco y descuidado, y los tobillos edematosos propios de un tipo sedentario de 70 años cuyo ejercicio diario es enviar diez twitter agresivos contra todo aquel que lo contradice.
Trump no va a tener los cien días de gracia que supuestamente les conceden a los mandatarios. Unas horas antes de tomar posesión, tres catedráticos de psiquiatría declararon que se trataba de un narcisista que cumplía con casi todos los síntomas con que el DSM 5 (la última edición del manual de diagnósticos de la profesión) describe esa patología.
¿Cómo será su gobierno? Nos esperan cuatro tensos años de disputas. Trump es un doer de la variante “locus de control externo”. Cuando las cosas le salen mal culpa al otro, nunca a sí mismo.
Seguramente tratará de hacer muchas cosas desde el principio. Es un empresario con iniciativa e intentará llevar su fuego y sus hábitos de trabajo al ámbito del Estado. A su manera, es otra forma de derrotar a sus enemigos.
Comenzará con los inmigrantes. La causa es popular y son débiles. Lo más fácil será edificar el muro en la frontera con México. Lo hará, aunque los narcos luego lo burlen. Expulsará indocumentados con toda la furia prometida en las tribunas.
Junto a los rusos, probablemente lance una ofensiva aérea contra ISIS. Algunos expertos suponen que el sitio escogido será la golpeada ciudad de Palmira en Siria, recientemente retomada a sangre y fuego por los combatientes del califato.
Simultáneamente, les dirá a sus asesores que armen de inmediato un plan de salud que sustituya al Obamacare, mientras les explicará a los chinos que deben abrir el mercado a los productos americanos o sufrir represalias económicas.
Corregirá el desaguisado de Obama en Israel, restaurando las mejores relaciones con el aliado judío, la única democracia efectiva y fiable que existe en aquella torturada zona del planeta.
Pero nada de esto le será fácil. La gran diferencia entre las actividades que llevan a cabo los empresarios del sector privado y los funcionarios del ámbito oficial, elegidos o designados, está claramente descrita en el derecho público.
Los políticos y funcionarios solo pueden hacer aquello que la ley les ordena, y dentro de los límites establecidos por ella. Los empresarios privados, en cambio, pueden llevar adelante todos aquellos proyectos que la ley no les prohíbe. El matiz es abismal.
A ello debe agregarse el modus operandi de las dos esferas.
En la privada se alienta la iniciativa de los ejecutivos. Se les remunera si han hecho un buen trabajo y se les promociona. Se les halaga cuando tienden a la eficiencia, pero se les expulsa cuando se equivocan frecuentemente o cuando los resultados han sido negativos. Es fácil, además, juzgarlos. Basta con examinar el bottom line y otras minucias.
Los funcionarios, por su parte, no tienen iniciativas. Cumplen órdenes, pero lo hacen (cuando lo hacen) lenta y parsimoniosamente. No es posible incentivarlos por hacer bien su trabajo. Se supone que ese es su deber. Tampoco es factible echarlos cuando trabajan muy poco o muy mal. La mayor parte son inamovibles. Si Trump les dice you are fired, están despedidos, se le reirán en la cara.
No tengo la menor idea de cómo acabará la aventura de elegir presidente a un outsider sin la menor experiencia en el sector público, armado con un claro discurso de populista de derecha, proteccionista y aislacionista, empeñado en “hacer otra vez grande” a la primera potencia del planeta desde hace, aproximadamente, un siglo.
Sé, sin embargo, que peligra el orden mundial que F. D. Roosevelt y luego Harry S. Truman crearon en los años cuarenta y eso puede generar una grave perturbación. No se cambian las líneas maestras de las relaciones internacionales sin producir un terremoto.
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