Pedro G. Cuartango
La Real Academia define el cruasán (no acepta el vocablo croissant)
como un bollo de hojaldre en forma de media luna. No es una descripción
demasiado precisa porque falta el ingrediente esencial: la mantequilla.
En cuanto a su forma, parece que fue el emperador Leopoldo I quien ordenó a los panaderos de Viena fabricar este bollo que evoca la media luna para celebrar la derrota de los turcos que asediaban la capital centroeuropea en 1683.
Sea cual sea su origen, hay pocos placeres en la vida como desayunar un buen cruasán con un café con leche,
pero desgraciadamente resulta muy difícil encontrar en Madrid y en
otras ciudades españolas panaderías o establecimientos que ofrezcan este
producto con una calidad más que digna.
Cuando
vivía en París, el único lujo que me permitía era sentarme a ver pasar a
la gente en el café Du Vieux Colombier en la plaza de Saint Sulpice
mientras desayunaba con un cruasán. De eso hace más de 40 años, pero
recuerdo las estatuas heladas de la fuente, los árboles sin hojas y la
cálida luz de las ventanas al amanecer.
Tomar
un cruasán y un café con leche en la calle es un acto solitario, en el
que uno mira sin que le vean mientras paladea en la boca el sabor del
hojaldre, que debe ser esponjoso, ligero y suelto,
y los matices de la mantequilla. La compañía estropea el momento porque
uno no se puede concentrar en la degustación de este manjar tan sutil y
tan difícil de elaborar mientras conversa.
Fue
el austriaco Augusto Zang quien introdujo este bollo en París en 1838
en un establecimiento que abrió en la Rue de Richelieu, que cosechó un
éxito fulminante. Desde entonces, el croissant, ahora lo escribo en su lengua original, se ha convertido en un símbolo de Francia.
Si en Descartes, Proust o Renoir se expresan las esencias del genio galo,
este producto encarna la consumación de una depurada filosofía
gastronómica que se materializa en el proceso de selección de la materia
prima y la elaboración de su masa. Todo aparentemente simple pero
profundamente complejo como acontece cuando topamos con una gran obra de
arte.
He de reconocer que he encontrado lugares en Madrid donde hacen buenos cruasanes. Por ejemplo, en el Horno de San Onofre. Pero los mejores los he comido en las boulangeries de
los pueblos de Bretaña, en sitios recónditos donde se guarda la
tradición artesanal de esta gollería y se dispone de una excelente
mantequilla.
No se puede agotar este trascendental asunto sin mencionar los cruasanes de la panadería de O Cruceiro en Bayona, que me hacen feliz durante el mes de agosto y disparan mi nivel de azúcar en la sangre. Cuento los días para volver a disfrutarlos.
Como
decía, los cruasanes son un vicio solitario. Pero a veces el amor por
este bollo puede unir las sensibilidades más diversas. Yo entablé una
amistad con Flora, una estudiante de Ohio que militaba en el Partido
Comunista francés, en busca del mejor cruasán de los cafés tabac del Barrio Latino, que mojábamos en una taza de té para recuperar el tiempo perdido.
Presencié también una discusión sobre si la simetría de este bollo superaba la de la esfera y encarnaba la forma perfecta, un problema de naturaleza metafísica que nadie ha podido resolver.
Su
misterio reside en su engañosa simplicidad, lo que le hace superior a
cualquier otro pastel o espécimen del reino de la bollería. Para
sobrevivir del tedio cotidiano y la vulgaridad de la rutina, siempre nos
quedará un cruasán que nos reconforte con ese sabor a París y la
eternidad.
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