El pasado martes 19 de junio, Julio Borges le leyó al país un manifiesto firmado por los nueve partidos políticos que integran la Mesa de la Unidad Democrática. Fue la expresión cabal de un acuerdo definitivo sobre algo distinto por completo a la finalidad electoral que dio lugar a la creación de esta alianza opositora. Sorpresa en verdad inmensa, porque en el documento se anuncia, sin eufemismos ni disimulos, que a partir de este instante crucial la oposición asume los derechos y deberes que establecen los artículos 333 y 350 de la Constitución Nacional para restaurar, en caso de que se rompiera el hilo constitucional, y por los medios que fuera necesario emplear, la vigencia plena de la carta magna. En consecuencia, en el documento se convoca a los ciudadanos a tomar la calle, dentro de pronto sin retorno, y se exhorta a todos los ciudadanos a la desobediencia civil y a la integración en cada calle de beligerantes comités de defensa de la Constitución. Reconocimiento sin duda tardío de la naturaleza irremediablemente dictatorial del régimen del 4 de febrero, pero ya sabemos que más vale tarde que nunca.
En todo caso, el impacto que produjo este anuncio fue espectacular. Hasta yo, por temperamento y experiencia escéptico y casi siempre crítico, reconocí de inmediato la importancia del manifiesto y sentí que mi ánimo se iluminaba al fin con la esperanza de un cambio político a muy corto plazo. Y tanto entusiasmo me produjo tener confianza en esta nueva naciente realidad que llegué incluso a publicar esa misma noche un tweet con el título de este artículo: “Por fin comienza a salir el sol”. No que hubiese salido, porque no todo era ni es claridad en el turbulento horizonte nacional, pero sí que con este anuncio de rebeldía civil sin vacilaciones el país democrático podía vislumbrar una luz al final de este oscuro túnel que venimos transitando penosamente desde hace casi veinte años.
Este impacto resultó aun mayor que inmenso, porque en ese momento circulaba con insistencia perturbadora la presunción de que un sector de la oposición venía negociando con el régimen la opción de abandonar la calle a cambio de que Nicolás Maduro desconvocara la elección de una ilegal y repudiable asamblea nacional constituyente y se comprometiera a celebrar el próximo mes de diciembre las elecciones regionales que habían estado previstas para el último trimestre del año pasado. Y como durante varias semanas se sucedieron diversos indicios, desde la fallida reunión de José Luis Rodríguez Zapatero acompañado por los impresentables hermanos Rodríguez con Leopoldo López en la prisión militar de Ramo Verde y el discurso de Henry Ramos Allup en la Asamblea Nacional oponiendo radicalmente la celebración de elecciones a lo que él llama atajos y al anhelo ciudadano por un gobierno de transición, gobierno que según él no prevé el texto constitucional, hasta la carta del cardenal Pietro Parolin en su condición de secretario de Estado del Vaticano a los ex presidentes del grupo IDEA en la que habla de la conveniencia de alcanzar acuerdos “viables” con el régimen, había razones suficientes para creer posible que, igual que hicieron en octubre con la fraudulenta Mesa de Diálogo, una vez más los dirigentes de la oposición estaban a punto de caer en la trampa de confundir diálogo y negociación, ingredientes naturales e imprescindibles de toda acción política en el marco de un régimen democrático, con una inadmisible tregua unilateral y anticipada. Resultaba legítimo, pues, el temor de muchos a que en las penumbras de la clandestinidad se estuviera fraguando un entendimiento espurio que de nuevo arrojara a los ciudadanos al foso de la desesperanza.
Por suerte, esta desafortunada alternativa ya no es factible. En este punto del proceso político venezolano hasta los más obstinados enemigos de los mecanismos no electorales para devolverle al país el imperio de la Constitución y la razón se han visto obligados a entrar por el aro de lo realmente posible y necesario para reencauzar al país por el sendero de la libertad y el bienestar. Y tiene uno la impresión de que a estas alturas la calle ya es indetenible. De ella depende el futuro de Venezuela como nación, y por esa razón es ella la que realmente manda.
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