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Félix Seijas R.
Banderas y pancartas se agitan alrededor de PDVSA La Campiña. El
color rojo domina la escena. La consigna que allí se escucha es fiel al
discurso de la cúpula oficialista: “¡la lucha es de clases, de pobres
contra ricos!” La cola del semáforo me detiene justo en el medio de la
protesta. En la radio entrevistan a un líder de la oposición quien,
ofuscado, expone con vehemencia su verdad: “¡a este pueblo ya no lo
engañan; está molesto y va a reventar dándole al Gobierno un verdadero
sacudón!”.
Mientras que el movimiento alrededor de PDVSA continúa y aquel líder
incrementa la intensidad de sus palabras, un sin número de empleados y
obreros salen y entran por el acceso principal de la sede de La Campiña,
una maraña de transeúntes disminuyen su paso observando lo que allí
ocurre, y puedo imaginar a millones de trabajadores, estudiantes, amas
de casa y desempleados escuchando la radio en carros, autobuses, casas u
oficinas.
El momento me hace recordar las discusiones que he presenciado
durante el último año en los estudios cualitativos conducidos por
Delphos, así como las conclusiones que de ellos se desprenden: a la
mayoría de estos venezolanos, ambos discursos subidos de ímpetu y
repletos de “verdades absolutas” les suenan huecos, les parecen
insípidos, carecen de credibilidad y solo logran engrosar el saco de
hastío que arrastran día a día. Hace tiempo que estas peroratas penetran
únicamente entre los radicales de cada “bando”. Cada día que pasa,
tanto el pregonar oficialista como el pregonar opositor han dejado de
permear incluso en los sectores moderados de su misma acera, con lo que
queda claro que dichos discursos ni siquiera podrían acercarse a oídos
de neutrales y moderados del otro bando.
El Gobierno, paulatinamente, ha perdido capacidad para mantener ese
apoyo incondicional que exhibió en la era de esplendor del ex presidente
Hugo Chávez. En sus filas, las dudas crecen. Si bien es cierto que el
desprendimiento de afectos se produce a un ritmo lento, la dureza del
apoyo ha mermado de manera importante: el número de personas para
quienes el nivel de confianza en la actual administración se ha visto
reducido hasta un simple “regular”, va en aumento. Los resultados de los
estudios cuantitativos y cualitativos sitúan a la actual administración
en una posición que debe encender todas sus alarmas: los oficialistas
moderados quieren escuchar y ver algo distinto.
Por otro lado tenemos a aquellos que ya se han desprendido del
oficialismo. Estas personas se encuentran en un desierto sin esperanzas.
Por años, ellos han depositado su confianza en el discurso del gran
líder motivador; pero éste ha partido y sienten que algo huele mal en
aquello que él les dejó. Quizás no terminen de precisar el origen de
aquel olor rancio, pero saben que algo ahí adentro lo produce. Para
estos venezolanos, eso de ricos contra pobres ha perdido todo sentido
como la causa de sus problemas; pero a su vez, un discurso agresivo que
solo se ocupa en señalar hasta al bigote de Maduro como el responsable
de todo lo malo que vivimos, se desvanece en sus oídos sin llegar a
impactar el sistema de comprensión.
Al oficialismo se le impone la tarea de, además de retener adeptos,
recuperar el terreno perdido. Los factores de oposición, por su parte,
enfrentan el -ya habitual- reto de ganar la confianza de nuevos
seguidores. Lo curioso es que, en los actuales momentos, ninguno de las
dos fracciones está haciendo una labor del todo efectiva.
¿El resultado? Aquel desierto de decepcionados crece y crece
delineando un escenario parecido al de finales de los noventa, cuando
las instituciones políticas perdieron credibilidad y una gran masa de
personas danzaba de un lado al otro en la búsqueda de un Mesías. Y en
medio de este caos, uno se pregunta si los líderes políticos están
conscientes o no de que sus discursos resultan inocuos para los oídos de
aquellos a quienes deberían enamorar.
No, señores de la oposición, no existe una mayoría contundente
molesta con el Gobierno, aguardando en las puertas de sus casas para
salir a barrerlo todo. Y no, señores de la actual administración del
Estado, no existe ese pueblo mayoritario tendido a sus pies, convencido
de que estamos bien y de que con ustedes estaremos aun mejor en los
tiempos por venir. La mayoría de los venezolanos no creen en ninguna de
estas dos cosas. La mayoría del país espera escuchar algo distinto.
Hace años que la tendencia en el mundo del Mercado es diferenciarse, y
todo aquel que falla en tan vital tarea las pasa mal. Si el discurso de
ambas fracciones insiste en la línea visceral en la que todo lo que los
otros dicen está mal y todo lo que hacen está peor, y sólo por eso yo
soy tu solución mágica que te obliga a quererme y punto, la densidad
poblacional del desierto de la desesperanza aumentará.
Quienes en los noventa ocupaban tales arenas encontraron a Hugo
Chávez como el “salvador”. La pregunta es a quién encontrarán ahora.
¿Será una persona? ¿Será una organización política? Sea quien sea, de
seguro se tratará de alguien o algo que logre marcar una diferencia que
lo aparte de aquel “más de lo mismo”.
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