Hace varios años leí un interesantísimo informe de un organismo internacional sobre el tema de la corrupción a escala global. Uno de los aspectos que más llamó mi atención fue la categorización de las diferentes modalidades o maneras que los implicados ponían en práctica para llevarla a cabo.
La más burda era la que se ejecutaba directamente y sin disimulo entre las partes involucradas. En ese caso, el funcionario público exigía un porcentaje determinado del monto total de la operación, que el beneficiario pagaba en efectivo o mediante transferencias a cuentas bancarias en el exterior del primero o de algún testaferro.
Pero había una modalidad, muy común en un país africano de alto nivel de pobreza, que me impresionó por su “corrección”. Allí el funcionario público confería con su decisión el beneficio, sin recibir un céntimo a cambio ni convenir el modo o la oportunidad de su contraprestación, la cual podía ser dada muchos años mas tarde y sin que mediara requerimiento alguno de su parte, en dinero efectivo u otra contraprestación con valor económico implícito, verbigracia: recibiendo completo apoyo dinerario para atender, por ejemplo, una enfermedad o simplemente dándole empleo a un hijo o familiar cercano, cuando este lo requiriera. Algo tan “caballeresco” es una rareza difícil de concebir, además de que tiene la particularidad de hacer dificultosa la demostración del posible hecho ilícito.
Obviamente que Venezuela no es la excepción en esta lamentable y común práctica. Acá, las experiencias que hemos vivido van desde el grotesco manejo que hacía del país Juan Vicente Gómez, que lo administraba como su hacienda particular, hasta el famoso olvido de la maleta repleta de varios millones de bolívares en efectivo, valores públicos negociables y documentos que dejó Marcos Pérez Jiménez antes de abordar el avión presidencial, conocido popularmente como “La vaca sagrada”, que lo llevó al exilio el 23 de enero de 1958 en la madrugada.
Pero hay que decirlo y recordarlo en beneficio de las nuevas generaciones: tenemos la fortuna de contar con varias experiencias, en las que las figuras presidenciales no se han visto envueltas en episodios de corrupción; tales fueron los casos de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Luis Herrera Campins y Ramón J. Velásquez, curiosamente, todos de la época de la cuarta republica.
Más, entre uno y otro extremo, nos encontramos con la situación singular de Carlos Andrés Pérez, quien tuvo la fortuna de que su primer gobierno, iniciado el 12 de marzo de 1974, se viera beneficiado por un gran “boom petrolero”, producto de la Guerra de Yom Kippur en la que Israel se enfrentó contra Egipto y Siria. Como consecuencia de dicho acontecimiento, el barril de petróleo subió su precio de 2 a 14 dólares. Y como resultado de ello, el presidente Pérez puso especial énfasis, entre otras muchas medidas, en promover la ampliación y crecimiento del capital privado.
De esa política precisamente salieron los mal llamados “Doce Apóstoles” (que en realidad fueron mucho más de doce), un grupo integrado, según Pedro Duno, por Enrique Delfino, Edgar Espejo, Concepción Quijada, Julio Pocaterra, Jesús Muchacho Bertoni, Aníbal Santeliz, Siro Febres Cordero, Arturo Pérez Briceño, Ignacio Moreno, Pedro Tinoco, Gustavo Cisneros y Carmelo Lauría.
Pedro Duno, ideólogo de la revolución bolivariana, acuñó el término en su libro Los Doce Apóstoles: proceso a la degradación política, 1975.
Carlos Andrés se refirió luego a esa burguesía emergente y sus razones para promoverla: “…el país comenzaba a crecer, a desarrollar las obras públicas, a irse para arriba. Con las grandes construcciones de hospitales y las construcciones de autopistas se presentó un problema: la escasez de cemento. Solo había dos productores de cemento: Pertigalete –controlado por el grupo Mendoza– y los Delfino. Al gobierno se le pide dinero de la Corporación de Fomento para ampliar estas empresas. Dije que no, que era mejor disponer una cantidad de dinero para construir nuevas plantas, pero con la condición de que sean nuevos empresarios venezolanos. Entonces se armó el escándalo, pues se iba a desbaratar un gran oligopolio (…)
A la Corporación Venezolana de Fomento llegaron muchos oferentes y, sin intervención ninguna del presidente o del Ejecutivo, fueron otorgados créditos a gente distinta. Por ejemplo, la inmensa planta de Cementos Caribe, en Falcón, en la que personas como Siro Febres Cordero eran amigos míos. Otra, la Planta de Cementos Catatumbo, en el Zulia, en la que estaban los Pineda Belloso, personajes de gran significación en la región, pero sin ninguna específica vinculación conmigo (…)
La democratización del capital tocaba también otras partes de la sociedad y fue así cómo decidí crear Corpoindustria para ayudar a la pequeña y mediana industria, que abrió un ámbito extraordinario de oportunidades y dio un empuje de primer orden al proceso de industrialización (véase Hernández, Ramón y Giusti, Roberto, Carlos Andrés Pérez: memorias proscritas, 2006, pp. 261-263)”.
Sobre el mismo tema, le dijo a Alfredo Peña: “Teníamos las siguientes alternativas: o permitíamos al capital extranjero instalar esas plantas o lo hacíamos con capitalistas venezolanos. Pero era necesario liquidar el oligopolio, empresa casi familiar que controla todo (…) No hubo preferencias, sino una promoción nacionalista. Hay más, el Estado entró como accionista en una empresa lucrativa, un buen negocio en todo sentido, con excelentes garantías (…) En “Cementos Caribe” fue donde el Estado participó en mejores condiciones y hoy esa planta vale el doble de la inversión (Peña, Alfredo, Conversaciones con Carlos Andrés Pérez, 1979, pp. 42, volumen II)”.
Si bien muchos de los beneficiados por Carlos Andrés apoyaron al partido y a él en su andar político, hay razones evidentes para pensar que Pérez no se enriqueció en lo personal, siendo prueba determinante de ello la modestia –por no decir pobreza– en la que viven actualmente su viuda Blanquita de Pérez y las hijas de ese matrimonio.
La revolución bonita no podía pasar por debajo de la mesa y lo ha hecho de manera excepcional: con un íngrimo apóstol le basta. Ciertamente, el régimen decidió ungir con esa dignidad a un hombre merecedor de ello: el empresario Wilmer Ruperti, un venezolano desprendido de todo interés personal y amante de las causas altruistas, quien –decidido a aminorar las preocupaciones presidenciales y garantizar el buen desenvolvimiento del Estado– resolvió pagar los honorarios de los abogados que defienden a los primeros sobrinos de la República, capturados injustamente por la DEA (para beneficiar a los malos y desagradecidos grupos opositores) y acusados ante la Corte del Distrito Sur del estado de Nueva York por pretender ingresar 800 kilogramos de cocaína en Estados Unidos.
Como Ruperti es un hombre decente y sin propósitos ocultos, no tuvo ningún inconveniente en reconocer que hace poco fue favorecido con un contrato de Pdvsa, por la suma de 138 millones de dólares, una nimiedad si se compara con lo recibido de la misma empresa cuando ayudó, por amor a la patria y no al billuyo, a hacer fracasar el paro petrolero en los felices tiempos del comandante eterno.
El drama de la bonhomía de Ruperti es que en Estados Unidos la acción de su apostolado constituye un claro conflicto de intereses, para decirlo en términos light, pues al estar tan ligado el benefactor al Estado venezolano, se generan dudas razonables sobre la naturaleza de la ayuda, las implicaciones y las verdaderas motivaciones con las que actúa.
Hay una realidad de la que no podemos dudar: en nuestro país, el Estado es el que enriquece y siempre paga en materia de corrupción y lo que le es aledaño.
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