Editorial de El Nacional
Que el chavismo, en su etapa
cumbre de petrodiplomacia manirrota, con el mismísimo comandante perpetuo a la
cabeza, primero, y un delfín con dificultades para mantenerse a flote, después,
ha hecho todo lo posible, y hasta lo imposible, por convertir al nuestro en un
Estado forajido no es un hiperbólico aserto de la oposición, sino la
constatación de un proceder que vincula a autoridades venezolanas con
organizaciones impresentables, tanto por las ideas que profesan y las prácticas
a las que recurren para financiarse, como por las sanguinarias formas de lucha
con las que pretenden atemorizar a las sociedades democráticas.
Vincularse al narcotráfico y al
terrorismo no es bueno para el gobierno, porque corre el riesgo de ser sometido
a sanciones que pueden reflejarse en dificultades para importar los bienes que
se requieren -casi todos- para suplir las carencias derivadas de un aparato
productivo en desintegración; para el ciudadano común, las penalidades
impuestas por las naciones cuyos intereses se ven afectados por las malas
juntas de Maduro y su secuaces implican, por ejemplo, obstáculos para su libre
desplazamiento en el extranjero. Hoy, un pasaporte venezolano genera tantas
aprensiones y prejuicios como un turbante o una chilaba.
Cuando en 2008 Hugo Chávez abogó
para que se les otorgara el estatus de beligerancia a las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia, estaba abonando el camino para que Venezuela
ingresara en la lista de Estados bajo la lupa, pues su gobierno declaraba
abiertamente sus simpatías por la narcoguerrilla -¡Quiero hablar con
Marulanda!, clamaba el barinés- y, además, se hacía cómplice de terroristas
para quienes el secuestro y las ejecuciones sumarias eran o son moneda
corriente.
Ese mismo año, Estados Unidos
acusó a Ghazi Nasr al Din, ex representante diplomático de Venezuela en Damasco
y ex presidente de un Centro Islámico Chiíta, de asistir financieramente al
grupo Hezbolá. No son, pues, novedosas las sospechas que recaen sobre el
régimen y altos oficiales del ejército bolivariano de estar asociados (para
delinquir) con fanáticos y radicales agrupados en células que operan en
sintonía con Al Qaeda e ISIS, así como con las mafias que controlan el comercio
internacional de las drogas.
La lista roja de sospechosos
vernáculos que han sido sometidos al escrutinio de las agencias federales
estadounidenses que se ocupan de combatir el tráfico de estupefacientes y el
azote terrorista es larga: en ella figuran generales, ministros, magistrados y
hasta fiscales.
Para colmo, la pasada semana, el
ABC, diario español de inobjetable trayectoria informativa, reveló que una
prominente figura del anillo de seguridad de Chávez y del capitán diputado que
parece estar gozando de lo mejor de la vida, se hallaba en Washington como
testigo protegido de la DEA, accionado un ventilador que salpicó hasta la
coronilla a ese retirado incivil que se ahoga en cantinflérico discurso y se
hunde en el pantano de sus negociados.
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