ARMANDO
DURÁN.
¿Expectativas?
¡Por favor! Conviene seguir la evolución del precio del dólar en el llamado
mercado paralelo para entender por qué solo muy pocos y afortunados venezolanos
duermen tranquilos y tienen confianza en lo que les espera el día de mañana.
Ese
precio, que es el dato que regula la velocidad con que nuestra economía marcha
hacia la nada, rondaba a finales del año pasado los 170 bolívares. El 22 de
mayo, su precio ya había llegado a 400 bolívares. Y ahora, apenas 3 meses
después, roza los 830 bolívares y se dirige, a ritmo vertiginoso, rumbo a los
1.000 bolívares por billete verde, un horizonte que marcará, más allá de
cualquier duda, el fin de casi todas las esperanzas.
Desde
esta perspectiva de agobio y desesperación extrema, de “insomnio absoluto”,
como hace pocos días calificó Leonardo Padrón la situación de una Venezuela
hundida en una crisis sin remedio a la vista, con cortes sistemáticos de agua y
electricidad, con una inflación galopante y fuera de control, sin capacidad de
producir nada excepto unos cada vez más escasos barriles de petróleo, con un
desabastecimiento de alimentos y medicinas cuya magnitud anuncia la inexorable
catástrofe por venir y con una mezcla pavorosa de criminalidad, corrupción e
impunidad como principales señas de identidad de la realidad nacional, nadie,
absolutamente nadie, tiene la menor ilusión de prosperar y ser feliz.
Quizá por
lo que significa sentir al país al borde del abismo, la inmensa mayoría de los
venezolanos de todas las tendencias han depositado en las elecciones
parlamentarias del 6 de diciembre lo poco que le queda de aliento en el futuro.
Ominosa certeza de que es ahora o nunca jamás, y que a pesar de que el
escenario no sea precisamente el más propicio para celebrar esa fiesta
democrática de la amistad que deben ser y no lo han sido desde el referéndum
revocatorio de 2004 la celebración de elecciones en Venezuela, la consigna del
momento es ir a votar.
En esta
encrucijada, me parece acertado que la dirigencia de la oposición exude por
todos sus poros un optimismo exuberante. Eso es lo que esperan los electores
venezolanos de sus dirigentes. A sabiendas de que si lo que realmente deseamos
es darle a Venezuela un vuelco decisivo hacia la restauración de la democracia
como sistema político y forma de vida, no basta acudir a las urnas dentro de un
par de meses. Ni siquiera basta sacar más votos, muchísimos más votos, que los
candidatos rojos rojitos. Para ganar estas elecciones se necesita bastante más
que derrotar aritméticamente al régimen a punta de votos.
En este
sentido, no debe olvidarse que Maduro y sus lugartenientes han repetido hasta
la saciedad que el deber de todo revolucionario es salir a la calle a defender
la revolución hasta con los dientes, el propio Maduro al frente del pueblo en
su lucha por la victoria siempre, camaradas, si el imperio y sus lacayos se
alzaran el 6-D con el triunfo.
En otras
palabras, lo que es de esperar el próximo 6 de diciembre, si a fin de cuentas
se celebran las elecciones previstas para ese día, es que el régimen no acepte
de ninguna manera su derrota. En realidad, no puede hacerlo sin dejar de ser lo
que es, sencillamente porque, como desde Cuba le recuerdan a Maduro
diariamente, las revoluciones no se hacen para dejar que el enemigo se la
arrebate así como así con unos voticos de más.
Todas las preguntas que nos hemos
hecho y nos hagamos sobre lo que va a pasar en Venezuela se reducen a este
hecho a todas luces inevitable. Y, sobre todo, a lo que haría en esta ocasión
la dirigencia opositora. Por fortuna, el pasado jueves Jesús Chúo Torrealba
despejó esta incógnita con una firme advertencia. Si el régimen no reconoce su
derrota, anunció, “pararemos al país”. Una afirmación escueta y suficientemente
terminante que, si en verdad se cumple, permitirá que el 6-D comience en efecto
a enderezarse este entuerto de 15 años mal llamado revolución bonita.
Vía
El NacionalQue pasa Margarita
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