ANGEL OROPEZA| EL UNIVERSAL
miércoles 14 de agosto de 2013 12:00 AM
Una de las asociaciones más comunes y conocidas en la larga historia de la política, es la relación proporcional entre ilegitimidad y represión. Quien tiene pueblo y legitimidad, dos de los elementos esenciales para la viabilidad y desempeño de cualquier modelo de organización social democrático, no necesita perseguir ni reprimir a los suyos. La combinación de pueblo y legitimidad le otorga al gobernante la "auctoritas" política para conseguir la obediencia social. Cuando hay carencia o déficit de ambos, la única opción para obtener acatamiento es el uso de la fuerza y el miedo.
Toda represión implica una acción intencional de la clase dominante para ejercer y preservar su poder, bien sea a través del uso de la violencia y el castigo contra quienes disientan, la negación de las libertades políticas, o la degradación de los derechos civiles y sociales de la población. Desde esta perspectiva multiforme, las últimas semanas hemos sido testigos en nuestro país del crecimiento sostenido del uso de la represión como recurso de dominación social.
Una rápida fotografía a la Venezuela de estos días nos muestra un país en estado generalizado de represión: represión sindical (tenemos cerca de 5.000 dirigentes sindicales "judicializados", perseguidos o bajo acusación penal por su actividad en defensa de los derechos laborales), represión mediática (compra compulsiva de medios de comunicación, limitaciones al acceso a la información, presión sobre comunicadores sociales, censura y cierre de espacios, monopolización progresiva de los servicios radioeléctricos), represión universitaria (intentos de eliminación de la autonomía universitaria, proletarización y depauperación del profesorado, ahorcamiento financiero a las instituciones académicas), represión económica (inflación sin control, escasez de productos, disminución ostensible de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, nuevo aumento de los niveles de pobreza), represión sanitaria (intervención del Hospital de Coche, eliminación del servicio de alimentación a pacientes en el Hospital de Los Magallanes, cierre técnico de El Algodonal, caos en el Pérez Carreño) y represión política, por citar sólo algunas de las más evidentes expresiones coercitivas del experimento madurodiosdadista.
Con respecto a la última de las modalidades de represión mencionadas, -la política-, el objetivo obvio es eliminar a Henrique Capriles del juego. Funciona aquí algo parecido al pobre hombre que, incapaz de seducir a la mujer que desea y sabiendo que ella no lo quiere, sólo le queda el recurso de amenazarla: "o conmigo o con ninguno". Su esperanza, ante el convencimiento de su propia incapacidad para conquistarla, es eliminar al rival.
La semana pasada, la "sentencia" del Tribunal Supremo de Justicia vino a complicar aún más la situación de ilegitimidad del Gobierno, al dejar intacta la duda sobre los resultados de la elección presidencial. Habría sido más inteligente admitir el recurso de impugnación y luego esgrimir alguna razón leguleya para sentenciar en su contra. Pero al negarse siquiera a admitirlo, en otras palabras, a investigar sobre la veracidad de las múltiples irregularidades allí sustentadas, las sospechas sobre si fue legítima la elección de Maduro queda exactamente igual a la noche del 14 de abril. No es por azar que esto coincida con el recrudecimiento de la represión, o como describe magistralmente Fernando Mires, del "gangsterismo político", última fase de los modelos de dominación fascistas.
Por ello, detrás del discurso altisonante y amenazador de los represores, de los lentes oscuros de los aparatos de terror, y de la exhibición impúdica de sus armamentos de poder, se esconde la cara oculta de la debilidad y el miedo. Ningún gobernante legítimo y con apoyo popular recurre a la represión. Con su autoridad basta. Sólo los jerarcas débiles necesitan reprimir, porque más allá de su capacidad de opresión sólo se asoma una estremecedora fragilidad. Por eso mismo ven conspiraciones, atentados y desestabilización donde los gobernantes serios sólo ven los necesarios disensos de toda sociedad plural.
Una de las formas más inteligentes e históricamente más eficaces de enfrentar la represión es desnudando su fragilidad subyacente. Como quien silba en la noche para tratar de compensar el miedo a la oscuridad, los represores gritan y amenazan mientras más miedo tienen. Miedo a que un poder con grietas de legitimidad y de pueblo se haga progresivamente más insostenible.
Toda represión implica una acción intencional de la clase dominante para ejercer y preservar su poder, bien sea a través del uso de la violencia y el castigo contra quienes disientan, la negación de las libertades políticas, o la degradación de los derechos civiles y sociales de la población. Desde esta perspectiva multiforme, las últimas semanas hemos sido testigos en nuestro país del crecimiento sostenido del uso de la represión como recurso de dominación social.
Una rápida fotografía a la Venezuela de estos días nos muestra un país en estado generalizado de represión: represión sindical (tenemos cerca de 5.000 dirigentes sindicales "judicializados", perseguidos o bajo acusación penal por su actividad en defensa de los derechos laborales), represión mediática (compra compulsiva de medios de comunicación, limitaciones al acceso a la información, presión sobre comunicadores sociales, censura y cierre de espacios, monopolización progresiva de los servicios radioeléctricos), represión universitaria (intentos de eliminación de la autonomía universitaria, proletarización y depauperación del profesorado, ahorcamiento financiero a las instituciones académicas), represión económica (inflación sin control, escasez de productos, disminución ostensible de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, nuevo aumento de los niveles de pobreza), represión sanitaria (intervención del Hospital de Coche, eliminación del servicio de alimentación a pacientes en el Hospital de Los Magallanes, cierre técnico de El Algodonal, caos en el Pérez Carreño) y represión política, por citar sólo algunas de las más evidentes expresiones coercitivas del experimento madurodiosdadista.
Con respecto a la última de las modalidades de represión mencionadas, -la política-, el objetivo obvio es eliminar a Henrique Capriles del juego. Funciona aquí algo parecido al pobre hombre que, incapaz de seducir a la mujer que desea y sabiendo que ella no lo quiere, sólo le queda el recurso de amenazarla: "o conmigo o con ninguno". Su esperanza, ante el convencimiento de su propia incapacidad para conquistarla, es eliminar al rival.
La semana pasada, la "sentencia" del Tribunal Supremo de Justicia vino a complicar aún más la situación de ilegitimidad del Gobierno, al dejar intacta la duda sobre los resultados de la elección presidencial. Habría sido más inteligente admitir el recurso de impugnación y luego esgrimir alguna razón leguleya para sentenciar en su contra. Pero al negarse siquiera a admitirlo, en otras palabras, a investigar sobre la veracidad de las múltiples irregularidades allí sustentadas, las sospechas sobre si fue legítima la elección de Maduro queda exactamente igual a la noche del 14 de abril. No es por azar que esto coincida con el recrudecimiento de la represión, o como describe magistralmente Fernando Mires, del "gangsterismo político", última fase de los modelos de dominación fascistas.
Por ello, detrás del discurso altisonante y amenazador de los represores, de los lentes oscuros de los aparatos de terror, y de la exhibición impúdica de sus armamentos de poder, se esconde la cara oculta de la debilidad y el miedo. Ningún gobernante legítimo y con apoyo popular recurre a la represión. Con su autoridad basta. Sólo los jerarcas débiles necesitan reprimir, porque más allá de su capacidad de opresión sólo se asoma una estremecedora fragilidad. Por eso mismo ven conspiraciones, atentados y desestabilización donde los gobernantes serios sólo ven los necesarios disensos de toda sociedad plural.
Una de las formas más inteligentes e históricamente más eficaces de enfrentar la represión es desnudando su fragilidad subyacente. Como quien silba en la noche para tratar de compensar el miedo a la oscuridad, los represores gritan y amenazan mientras más miedo tienen. Miedo a que un poder con grietas de legitimidad y de pueblo se haga progresivamente más insostenible.
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