Humberto Sijas Pittaluga
Agosto, 2013
Muchas cosas no me gustan de la Constitución vigente, empezando por el nombre. Pero, sobre todo, dos aspectos de ella me son especialmente chocantes: el infame español en el que está escrita y las excesivas competencias que se le conceden a la Presidencia de la República. Me tranquiliza que bastante critiqué ambas cosas en mis escritos desde el momento en que conocí el primer borrador. Y me mantengo en eso hasta el día de hoy. Que no soluciona nada, pero que me ayuda a disolver la rabia con “a” que me da.
Lo segundo —que es sustantivo y por tanto fundamental—, es lo referido al exceso de competencias que se le autoriza al Ejecutivo Nacional. Y que desde el mismo primer día de vigencia, Elke Tekonté creyó que eran prerrogativas imperiales que se le concedían. Quien le sigue —y que es tan estulto que hasta de “millonas” habla— sigue por el mismo cauce. La única diferencia con su papá barinés —porque parece que tiene otros dos: uno cubano y otro colombiano— es que no está en la posibilidad de dictar leyes a la medida por la vía habilitante. Pero, ¡para lo que le importa!; sigue teniendo las mismas áulicas (aquí sí hay que hacer énfasis en el género) en los mismos poderes públicos que tenía el de cuius. Las cuales se encargarán de convertir en trajes a la medida lo que no pasa de ser prêt-à-porter.
Vistos los muchos abusos que —pertrechados con esas facultades absolutas que se le concedieron al Ejecutivo— han sido cometidos a lo largo de estos horribles quince años (tres presidencias de las de antes, que no se nos olvide), algunas personas bienintencionadas han llegado a la conclusión de que lo que hay que hacer es arrancar desde cero nuevamente. Y que, por tanto, hay que convocar a una Asamblea Constituyente.
Les confieso que a eso, yo le tengo mucho miedo; probablemente, eso no sirva sino para “tirar la burra pa’l monte”. Por varias razones que quedarán patentes si nos tomamos la molestia de recordar el pasado reciente y rememorar cómo se configuró la Constituyente del 99. En esa oportunidad, el régimen que la auspiciaba olvidó, voluntariamente, que una Constitución es un pacto que debe armonizar las diferentes formas de pensar de una comunidad y, por tanto, que facilite su aceptación de buen grado por la mayoría. Para el logro de sus fines furtivos e imponer una visión sesgada de país, cocinaron un sistema por el cual, con el 52 por ciento de los votos, se apropiaron de casi todos los escaños, dejando solo seis para los que pensaran diferente. El texto resultante no fue más radical porque entre esos seis había más lucidez en lo que a filosofía del derecho y a derecho constitucional se refiere que en la sumatoria de todas las mentes de los demás asambleístas. ¿Quién puede dudar que con todo el dinero que tienen los gobierneros —que ya sabemos de sobra que emplean sin escrúpulos para obtener ventajas políticas— y con el hambre y la miseria que han sembrado en las masas, lo que las hace más proclives a ser compradas, no vayan a repetir la jugada del 99? Pero en esta oportunidad, ampliada y perfeccionada con la asesoría de sus colonizadores cubanos…
Abrir un proceso constituyente, además de erizar más a los dos sectores en que está dividida la nación, serviría para conferirle una cierta estabilidad al tambaleante Mientras-tanto, quien se beneficiaría de la distracción creada pues le permitiría escurrir el bulto en lo que a las incapacidades, ladronismos y escaseces que lo minan y que no sabe resolver. Y, “más piol”, pudiera darles alas a los rojos más radicales para tirar por la borda el disfraz de demócratas con el que se revisten y llevarnos, de una, al “paraíso cubano”…
A la Constitución hay que hacerle cambios, pero mejor sería si se logra paulatinamente, por medio de reformas progresivas. Al mismo tiempo —empleo palabras del padre Ugalde en su escrito más reciente— se debe “eliminar el contrabando totalitario que se metió por vía de la Habilitante”.
En todo caso, y si creen que se debe seguir discutiendo el tema, mejor lo dejamos para después del 8-D…
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