Jorge Luis Borges amaba las etimologías, tanto que, en un verso de su poema “Los Justos”, enumera entre las actividades encomiables de un ser humano: “El que descubre con placer una etimología”.
Esta semana me vino -no sé por qué- la palabra “demente” a la cabeza, aunque haya en esto cierta redundancia. Según el diccionario etimológico, viene del latín “dementis” y significa “el que se sale de su mente”. Sus componentes léxicos son: el prefijo “de”- (dirección de arriba a abajo, alejamiento, privación) y “mens, mentis” (mente). Ahora bien, en la etimología de la palabra, tanto como en la expresión sinónima de “perder la razón”, se alude a una persona que sale de la normalidad de su raciocinio o que pierde una lucidez que alguna vez tuvo. En ambos casos, hay una ruptura de una linealidad. Sin embargo, la palabra en cuestión, que denota lo que en lenguaje popular llamamos locura, no logra explicar aquellos casos en los cuales nunca existió lucidez. Me explico: una persona que nace demente y crece así y actúa así durante toda su vida, ¿cómo podemos decir que perdió algo de lo que nunca estuvo en posesión?
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