Alguien dijo alguna vez que quien lee vive mil vidas y quien no lee solo
una. Esta misma persona dijo que, al leer, nunca estamos solos sino en íntima
comunión con la mente del autor.
Cuando tenía nueve años mi madre me regaló un libro de
Baltasar Gracián llamado “El héroe y el discreto”, el cual leí varias veces sin
comprender mucho de lo que leía. Gracián no era particularmente fácil de leer
(ni lo es hoy en día). En retrospectiva, veo que mi madre sabía que podía
exigirme ese esfuerzo y que daría frutos. Lo que no comprendí racionalmente en
el momento lo capté de manera intuitiva. Gracián trataba de decirme como debía
actuar en la vida. Cuando el escribió: “Asombró en Alejandro [el contraste entre] lo ilustre de sus proezas con
lo vulgar de sus furores. Sirviole poco conquistar un mundo, si perdió
patrimonio de un príncipe, que es la reputación”, ni siquiera sabía de cual
Alejandro me hablaba. Tiempo después leí la biografía de Alejandro Magno y me di
cuenta exacta de lo que decía. Su genio militar, su fortaleza y su visión, es
decir, su grandeza, convivía con una conducta frecuentemente vulgar y cruel.
Entre mi madre, mi padre, mi maestra de primaria,
la Negra Decanio (de quien me enamoré locamente) y Gracián fueron moldeando mi
conducta y prepararon el camino para las lecturas de mi adolescencia y todas
las que vendrían después.
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