Hace
casi exactamente 113 años, el 16 de marzo de 1905, Julio Verne, en cama y aquejado por fuertes dolores
derivados de su diabetes, volteó su cara hacia la pared y dejó de hablar,
falleciendo a los pocos días. Se le hizo una estatua en Amiens. Al poco tiempo
se desprendió la cabeza de la estatua, la cual quedó en el suelo por casi un
año. Esto que refiere William Butcher en su biografía del novelista, autor de
obras teatrales y poemas, me recordó lo dicho por la biógrafa de Gertrude Bell,
la ilustre viajera inglesa por Arabia,
quien contribuyó decisivamente a fundar la república de Irak. El busto
hecho a Gertrude permaneció lleno de polvo por largo tiempo en los sótanos del
Museo Británico, mientras su amigo y pupilo T.E. Lawrence lograba la fama
inmortal. Caprichos de la ingratitud humana.
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