Provengo de una típica familia caraqueña, en la que mi abuela era la encargada de los fogones para, diariamente, dar de comer a diez personas.
La comida era un asunto rutinario y funcional; para el desayuno, arepas o hallaquitas con o sin chicharrón, pan de trigo muy poco, a veces huevos o perico en ocasiones, carne mechada, caraotas refritas con queso blanco y café solo o con leche. El almuerzo se componía de sopa, seco y postre. Las sopas eran más para mis abuelos y mi mamá, las normales de pollo y fideos, cremas de auyama o de apio —de champiñones, verduras o de calabacín nunca. El seco: pollo o carne guisada, bistec, pabellón con baranda, carne molida, arroz y torticas de vainitas, tostones, se acompañaban de un refresco o de un papelón con limón, nada de cerveza o vino. La cena: más frugal, sobras del mediodía recicladas o una pasta bien lejos de estar al dente. Los postres, frutas criollas en almíbar y uno que otro ponqué francés.
Sin embargo, siempre tuve curiosidad por explorar otros gustos y viandas. Esa actitud me llevó a experimentar situaciones inéditas y bizarras, como estas que —alfabéticamente— comento:....
No comments:
Post a Comment