A
sus pies estaba la bahía Amuay y la fértil fuente de pescado que
sustentaba: eso era por lo que peleaba. Lejos, en la costa opuesta, más
allá de las olas que levanta el viento, se sitúa su adversario: la
imponente planta petrolera paraestatal y su maquinaria fallida.
“La
empresa odia a este señor”, dijo el pescador, Esteban Sánchez, al
tiempo que su índice calloso apuntaba hacia su pecho. “Pero no me
importa. Continuaré denunciándolos”.
Por
generaciones, los pescadores de Amuay han pescado pargo (también
conocido como huachinango), macarela (caballa), sardinas, almejas y
cangrejos de estas aguas para alimentar a sus familias y venderlos a
mayoristas que llevan sus productos a los mercados y restaurantes de
otros lugares.
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