Alberto Arteaga Sánchez
Con motivo de las manifestaciones, concentraciones y marchas de ciudadanos que protestan y reclaman por sus derechos, la acción del gobierno no ha sido otra que la de reprimir esa conducta con la amenaza del empleo de la fuerza que efectivamente se activa y sistemáticamente impide el avance de todo tipo de expresión pública que cuestione la arbitrariedad oficialista.
Lejos de resguardar el derecho a la protesta y garantizarlo para que se desarrolle con la mínima perturbación de la vida ciudadana, que siempre se verá afectada y no se desencadenen hechos de violencia, las instrucciones no parecen ser otras que las de reprimir, apelando a la fuerza intimidatoria de las armas y efectivamente hacer uso de estas para impedir el desarrollo de la protesta con métodos violentos, los cuales, como es bien sabido, tienen como lógica consecuencia mayor violencia y un previsible número de víctimas.
En cualquier país resp etuoso de los derechos ciudadanos las manifestaciones se anuncian, la autoridad las resguarda, garantiza su desenvolvimiento e imparte órdenes claras y precisas a los funcionarios sobre el uso eventual de medios disuasivos en caso de que surjan enfrentamientos absolutamente incontrolables por vías de conciliación y persuasión que pongan en grave peligro la integridad de los ciudadanos o de los propios funcionarios presentes en la calle, para preservar el orden y no para fomentarlo.
Pero resulta inadmisible y delictiva la obstaculización del derecho político a la protesta bajo el simple alegato de que no se ha obtenido una formal autorización, a la cual no se puede condicionar el ejercicio de un derecho, siendo suficiente la participación que se hubiese llevado a cabo por algun medio, aunque hubiese sido informal y mucho menos se puede justificar el uso de armas para disolver manifestaciones, quedando en claro que si se utilizan medios con capacidad letal, aunque sean, per se, preventivos y se ocasionan muertes, responde penalmente quien dio la orden, si se impartió a tal efecto e, igualmente, responde quien la ejecutó, no pudiendo alegarse obediencia debida. Este es el caso del homicidio del joven Juan Pablo Pernalete, víctima de una bomba lacrimógena, arma disuasiva que fue utilizada como instrumento contundente en evidente ataque alevoso con resultado mortal.
Y no cabe hablar en todos estos casos de simple abuso de la fuerza, sino de atropello y de violencia criminal cuando se emplean armas que pueden ocasionar y han ocasionado daños graves, e incluso, la muerte.
Solo se puede hacer referencia al uso desproporcionado de la fuerza cuando hay necesidad o es imprescindible recurrir a ella. Pero cuando no hay tal necesidad, simplemente, estamos ante una conducta delictiva, ante una agresión injustificada que merece el más enérgico repudio colectivo y la calificación como grave delito contra las personas y los derechos ciudadanos.
La sociedad organizada tiene razones de sobra para alzar su voz y reclamar por la violación de sus derechos; la dirigencia que apoya estas protestas cumple con la obligación de propiciar formas de reclamo popular; y a la autoridad solo corresponde preservar y garantizar el ejercicio de la actuación ciudadana, no siendo delito la expresión colectiva de lucha cívica, que no puede dar lugar a la represión oficial por parte de funcionarios del orden o cuerpos civiles armados, bajo el amparo del poder.
aas@arteagasanchez.com
1-5-2017
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