10:01 PM - 6 / Junio / 2011
Fernando Mires
Desde hace algún tiempo las elecciones presidenciales que tienen lugar en cualquier país latinoamericano son seguidas con muchísima atención en los demás países del continente. Evidentemente, las elecciones han dejado de ser fenómenos de importancia puramente local para insertarse en una lucha destinada a influir en la correlación internacional de fuerzas.
Recordemos que desde fines del pasado siglo fue inventada la fábula de que América Latina viraba radicalmente hacia la izquierda siguiendo un plan orquestado desde La Habana y Caracas. Luego, con cierta moderación, los observadores advirtieron que por lo menos había dos izquierdas: una democrática, la otra radical y populista. Con los triunfos electorales de Santos en Colombia, de Piñera en Chile, Lobo en Honduras, Chinchilla en Costa Rica, y otros, comenzó también a hacerse presente una tendencia de “centro derecha”, o simplemente de “centro- centro”. De este modo Latinoamérica presenta ahora un cuadro políticamente multicolor y al parecer ninguna tendencia, por lo menos en un corto plazo, está en condiciones de imponerse sobre las demás.
No obstante, las elecciones que tuvieron lugar en Perú el 5 de junio de 2011, cuyo vencedor fue Ollanta Humala, han hecho presagiar a muchos que la tendencia radical-populista ha ganado trechos en la competencia internacional. Que eso no ha sido así, será uno de los puntos que intentaré demostrar en el presente artículo.
Temores y terrores
Particularmente en dos países, Chile y Venezuela, existían temores relativos a que las elecciones en Perú pudieran ser ganadas por Ollanta Humala. Los temores chilenos no carecían de cierto fundamento. Los temores venezolanos (o de la oposición venezolana) son, en cambio, algo más irracionales, es decir, más que temores, son terrores.
Los temores chilenos no vienen del hecho de que Humala sea militarista, populista o izquierdista sino de que su discurso, por lo menos el mantenido durante la primera vuelta, era radicalmente nacionalista, lo que en Perú (y en Bolivia) debe ser leído como “anti-chilenismo”. De ahí que el problema para muchos políticos chilenos no residía tanto en que Humala se pareciera a Chávez sino en que se pareciera a Evo, sobre todo al de los últimos días, quien ha subido “el nivel del mar” en la misma proporción al descenso de su popularidad según las últimas encuestas.
En Chile, políticos de diversas corrientes hablan del “marómetro”. Esto es, cada vez que en Bolivia o Perú hay crisis políticas internas, sus gobernantes comienzan a reclamar reivindicaciones marítimas o territoriales que vienen desde ¡el siglo diecinueve! De la misma manera como cuando en Argentina el barco se hunde –lo que ocurre a menudo- sus gobernantes comienzan a reclamar por las Malvinas.
En Venezuela en cambio, los temores de la oposición están fundados en la posibilidad de que con Ollanta Humala surja un nuevo Hugo Chávez, lo que desde un punto de vista puramente formal, parecería lógico. En las penúltimas elecciones presidenciales Humala se presentó como un abierto pro-chavista. Como Chávez, Humala proviene del ejército. Su ideología es una mezcla de un nacionalismo condimentado con fragmentos menos que izquierdistas, anti-norteamericanos, propios al periodo de la “Guerra Fría”. Al igual que Chávez, Humala no sólo ha conectado con “el universo popular”; además es populista, y por si fuera poco, también ostenta un pasado golpista. La verdad es que si hubiera que buscar un gemelo de Chávez, muchos lo encontrarían, y no sin razón, en la figura de Ollanta Humala.
Atendiendo a las semejanzas más que a las diferencias –que no son pocas- entre Chávez y Humala, diversos políticos de la oposición venezolana, algunos de probada tradición democrática, no vacilaron en mostrar sus preferencias por Keiko Fujimori. No faltaron tampoco cronistas de la minoritaria ultraderecha –la que lamentablemente también forma parte de la oposición anti-chavista- quienes desfogaron sus energías atacando a Mario Vargas Llosa en términos tanto o más brutales que los usados por la ultraizquierda cuando ataca al gran escritor por criticar a Chávez o a Castro.
La verdad es que Vargas Llosa optó entre dos males por el que le pareció “el menor”, lo que es su derecho. Además, el escritor ya había conversado con Humala, y en esa conversación, cuando Humala le manifestó su propósito de desmarcarse de Chávez y de todo lo que el caudillo venezolano representa, Vargas Llosa le creyó. Le creyó como muchísimos peruanos le creyeron. Le creyó, como el autor de este artículo también le creyó y le cree, y no porque haya conversado con Humala, sino simplemente por el hecho de que pensando políticamente, Humala no puede hacer otra cosa sino distanciarse de Chávez.
Diferencias importantes
Por de pronto hay una diferencia muy importante entre Chávez y Humala. El primero –al igual que Evo Morales y Rafael Correa- ascendió al poder como líder de un movimiento social de enormes magnitudes surgido como consecuencia de la crisis de la estructura política tradicional. En Perú en cambio, no hay ninguna crisis de la estructura política; todo locontrario: el centro político es más fuerte que nunca. Gobernar en contra de ese centro políticamente organizado (y no en ruinas, como estaba en Venezuela) es casi una imposibilidad.
Es cierto que la posición del Chávez originario también era “moderada”, pero dicha moderación no ocultaba su objetivo preciso: fundar una nueva república sobre la base de la desaparición de la antigua. En breve: Chávez practicó desde un comienzo una política de la anti-política. Distinto es el caso de Humala: de la anti-política originaria, ha pasado a la política, con todo lo que eso significa (alianzas, pactos, compromisos). En una frase corta: Humala, a diferencia de Chávez, no representa ni nunca ha representado a la mayoría nacional, y eso él lo sabe. ¿A quiénes debe entonces Humala su elección?
En primer lugar a sus propios electores, los que no son pocos. De acuerdo a los resultados de la primera vuelta, corresponden a un 27,8% del total
En gran medida Humala fue el candidato de los sectores más pobres de la nación, aquellos que todavía no han sido incorporados al desarrollo económico experimentado por el país durante los últimos años.
En segundo lugar, Humala representa -para quienes sacaron cuentas acerca de cual peligro era más peligroso: si un chavismo a la peruana, o un regreso de la siniestra y corrupta dictadura de Fujimori- el “mal menor”. Hay por cierto, sectores políticos peruanos que ante la sola posibilidad de un regreso de Fujimori habrían votado hasta por un mono si éste hubiera sido candidato. Eso quiere decir que más que a un “humalismo”, Humala deberá su presidencia a un “anti-fujimorismo”. O dicho así: Humala, a diferencias del Chávez joven, no impuso las condiciones. Por el contrario, fue elegido como un presidente sometido a condiciones; y como tal deberá actuar si es que quiere terminar su mandato de un modo normal. Por lo demás, esas condiciones las conoce el mismo Humala. Su triunfo electoral no era posible sin la conquista del “centro político” y esto, a su vez, no era posible sin un distanciamiento radical de Humala con respecto al chavismo.
El distanciamiento de Ollanta Humala
La verdad es que el principal tema de Humala durante la segunda vuelta fue su distanciamiento con respecto a Chávez. Tantas veces lo reiteró que al final a nadie podía escapar la impresión de que el principal punto del programa de Humala no sólo era su “no chavismo” sino su “anti chavismo”.
¡Cómo han cambiado los tiempos! Mientras en el pasado reciente la cercanía al chavismo era visto positivamente por los electores de un candidato de izquierda, hoy esa cercanía es poco menos que un estigma. Incluso para los candidatos de las izquierdas en cualquier país latinoamericano ya es un ritual asegurar que su modelo no es Chávez sino Lula, aunque nadie sabe bien lo que eso último significa. Sin embargo todavía flota en el aire una pregunta: ¿Qué significa distanciarse de Chávez?
Distanciarse de Chávez – y eso parece tenerlo claro Humala- no significa mantener relaciones tensas con Venezuela. Tampoco significa insultar cada cierto tiempo a Chávez. En ningún caso significa romper las relaciones de amistad que puedan unir a los dos presidentes. Si Chávez es “el mejor último amigo” de Santos, no hay ninguna razón para que Humala no lo sea de Chávez. No. Las cosas, en ese punto, se dan a otro nivel.
Distanciarse de Chávez significa respetar y preservar la Constitución, la misma que permitió a Humala ser elegido presidente. En ese contexto, significa, sobre todo, no introducir ninguna reforma destinada a posibilitar la reelección presidencial.
Distanciarse de Chávez significa mantener un respeto irrestricto a la división e independencia de los poderes del Estado. Que nunca el presidente por medio de recursos habilitantes se arrogue los derechos legislativos que corresponden al Parlamento. Pero sobre todo significa mantener y preservar la independencia del Poder Judicial. Sin ese sentimiento mínimo de que en un determinado país impera una justicia no sometida a un sólo partido o a un solo líder, la política en su conjunto entra en una fase de descrédito, la confianza básica entre gobernantes y gobernados desaparece, y la corrosión moral se apodera, no sólo de los oficialistas; también de los opositores.
Distanciarse de Chávez significa mantener un respeto absoluto e irrestricto frente a la libertad de opinión. Significa no cerrar jamás un periódico, una emisora o un canal televisivo sólo por el “delito” de no concordar con las opiniones oficiales.
Distanciarse de Chávez significa establecer límites infranqueables entre el Ejército y la política. Que nunca el Ejército se transforme en una dependencia de un líder y de un Partido. Que nunca el Ejército sea obligado a corear consignas extranjeras. Mucho menos significa crear milicias o ejércitos paralelos. En ese sentido, distanciarse de Chávez significa distanciarse de Cuba.
Distanciarse de Chávez significa mantener relaciones de estrecha amistad con todos los gobiernos del continente, pero antes que nada y sobre todo, con los de países vecinos. Significa, en ese sentido, descartar, de una vez por todas y para siempre, la palabra “guerra”.
Distanciarse de Chávez significa realizar -si es que deben tener lugar- estatizaciones siguiendo un programa de gobierno y sobre la base de una mayoría política –es decir, de acuerdo con fuerzas opositoras- y no como resultado de acuerdos u ocurrencias determinadas por la situación política inmediata.
Distanciarse de Chávez significa respetar el tiempo libre de los conciudadanos. Eso quiere decir, nunca permitirse una alocución que sea más larga de una media hora.
Distanciarse de Chávez significa mantener relaciones de respeto con todos los gobiernos del mundo, incluyendo el de los EE UU, aún en los momentos de máximo desacuerdo. Significa, además, abstenerse de mantener relaciones de “hermandad” con los dictadores más monstruosos y sanguinarios del planeta.
Eso, y quizás mucho más, significa distanciarse de Chávez. No obstante, después de esta numeración, será necesario destacar un punto político adicional.
Distanciarse de Chávez –y eso también debe tenerlo muy claro Humala- no significa gobernar de acuerdo al programa de los partidos opositores y en ningún caso con el del “fujimorismo”. Humala se debe en primer lugar, guste o no guste, a sus primeros electores. Ante ellos Humala significa la posibilidad de reformas sociales que no deben ser más postergadas.
En el Perú ha habido un notable crecimiento económico pero al mismo tiempo un aumento de las tasas de pobreza. Ese es un verdadero escándalo. Perú clama por una política social incluyente y esa es la tarea a la que nunca deberá renunciar Humala. Aunque la derecha económica y fujimorista le grite mil veces “chavista”, Humala no debe ni puede dar las espaldas a tanta gente pobre. Su misión es, por lo tanto, doble: realizar reformas sociales y al mismo tiempo respetar las instituciones, la constitución y las leyes.
Esa doble misión ya ha sido realizada en otras naciones latinoamericanas y no hay ningún motivo para que en el Perú no sea posible.
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