Wednesday, January 2, 2013

La larga agonía de los líderes

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PERIODICO EL PAIS. ESPAÑA  l

Tribuna: Franco, Mao, Bumedian, Tito: la larga preparación para la muerte
La lenta agonía de los líderes
Juan Cruz 11 MAY 1980

Archivado en: Josef Stalin, Opinión. Mao Zedong. Francisco Franco. Huari Bumedian. Josip Broz Tito. Enfermedades Medicina, Salud.

 La muerte de Tito se produjo cuatro meses después de que empezara a ser esperada. Con Franco ocurrió lo mismo. En iguales circunstancias de minuciosa preparación para la muerte se desarrolló la lenta agonía de Bumedian. Los líderes, sobre todo cuando éstos tienen estatura de dictadores, de amos absolutos de los destinos de sus pueblos, se mueren de forma difícil, prolongada y lenta. Entre ellos hay similitudes que pasan por encima del contenido de sus ideologías.

Todo el mundo se muere igual, pero para los líderes la agonía es más lenta.El periodo agónico de los que han mandado de modo omnipotente se extiende hasta que quienes contemplan la posibilidad de la muerte como un desastre nacional, desean que este desenlace se produzca cuanto antes.

Esto no ocurre porque los que asisten en primera fila a la lenta y prolongada agonía del líder hayan perdido la fidelidad que han jurado al moribundo cuando éste se hallaba en pleno uso de sus facultades, físicas y políticas. Pasa porque se ha cerrado un cielo vital previsto -atado y bien atado- y todo ha quedado dispuesto, mientras duraba la agonía, para que el relevo se efectúe sin Fisuras.

La agonía prolongadísima de Franco -una prolongación a la que hasta su familia llegó a oponerse- es un paradigma no porque sea la más conocida por nosotros, los españoles, sino porque de algún modo resumió todas las restantes agonías, desde la que padeció -los líderes las padecen; los que están a su lado las alimentan creyendo que las alivian- Mao Zedong a la que sufrió Bumedian. La de Josip Broz Tito, que duró cuatro meses, con altibajos que agigantaron la figura del héroe, ha sido hasta ahora la más espectacular, porque estableció el ejemplo contemporáneo de lo que el Cid fue para la leyenda.

En el caso de Franco, como han contado los más recientes biógrafos de su muerte, hubo una tal costumbre a su agonía que, al final, cuando ésta hizo crisis y sobrevino la muerte, la emoción de los que rodeaban al difunto era tan inerte que siguieron cuidando al que, fue enfermo como si en él estuviera todavía latiendo la vida. Vicente Pozuelo Escudero, médico del dictador, que estaba a los pies de su cama, relató las características de esa frontera final. «Se establece la seguridad de la muerte a las 5.25» (del 20 de noviembre de 1975). « ... ) No hablamos. Tenemos un nudó en la garganta y cada uno gasta su emoción intentando colaborar en algo. Una vez limpio se dispuso el cadáver, cerrándole los ojos, arreglándole la cara y la boca como se hace habitualmente, pero con muchísimo cariño, por parte de las enfermeras de servicio, Juanito, Zamorano y yo».

Una agonía autárquica
La muerte de Franco fue, a diferencia de los fallecimientos de otros colegas suyos de mando omnipotente, como la vida política del dictador español: le precedió una agonía autárquica. A Mao Zedong le fue a visitar un facultativo austriaco; a Tito le enviaron médicos norteamericanos, que prolongaron su vida hasta que ésta se acabó sin remedio, y a Bumedian le facilitaron toda una tecnología médica sin distinción de fronteras y alineamientos: la mayor parte de los médicos que le asistieron en sus cuarenta días de agonía eran militares estadounidenses traídos de las fuerzas que EE UU tiene en la República Federal de Alemania de este último país eran los scanners que se utilizaron para recorrer el proceso canceroso que dominó al recio líder argelino. A Franco lo rodeaban españoles.

Cuando agonizaba Mao Zedong, los chinos también ocultaban celosamente la gravedad del trance, aunque hallaron una fórmula para ir advirtiendo a aquel inmenso país de que se avecinaba el final definitivo del mítico líder. Usaron la enseñanza de un viejo proverbio -«una imagen vale más que mil palabras»- para señalar la irresistible decadencia del organizador de la larga marcha. Una simple fotografía, en la que Mao aparece conversando, en mayo de 1976, con uno de los políticos que le visitaban, dio la pauta: el dirigente chino se hallaba recostado en un sillón, dando muestras, como escribía un periodista francés, «de una debilidad creciente». Tres años antes el propio Mao había sido más explícito cuando le dijo al presidente francés Georges Pompidou, al que habría de sobrevivir: «Pues bien, yo estoy completamente acabado (foutu). Me encuentro acribillado por las enfermedades».

Los argelinos copiaron la técnica china de la imagen para preparar, en silencio, la transición que automáticamente se operó en Argelia tras la muerte de Bumedián. El líder revolucionario padecía el síndrome al que dio nombre el doctor sueco Waldeström y tenía escasas posibilidades de prolongar su vida mucho tiempo. En este estado preagónico regresó de un último viaje médico a Moscú.

La última imagen de Bumedian data de tres meses antes de su muerte y fue tomada nada más descender del avión que le traía de la URSS. La televisión argelina ofreció esa imagen, que muestra a un Bumedián cansado, haciendo vagos gestos con las manos -Maose quedó, al final, con el limitado uso de su mano izquierda, hasta que ésta también murió- y señalando involuntariamente que decía adiós a sus súbditos. Nunca le permitieron después aparecer en público, aunque siguió haciendo declaraciones, enviando solidaridades y gobernando el país. Eran otros, sin embargo, los que hacían estas funciones por él: el Consejo de la Revolución y el Ejército de Argelia hacían lo posible -y lo lograron con éxito- para que aquel Cid que había logrado la liberación de su país siguiera sobre su caballo como un héroe invicto, incluso frente a un cáncer incurable.

Mientras esto ocurría, Bumedian perdía el pelo, la voz y cualquier clase de poder. La lenta agonía a que fue sometido por la prolongación tecnológica de la vida que le quedaba no fue puntuada, al revés de lo que ocurrió en España cuando moría Franco, por chistes populares de cualquier signo: Manuel Ostos, corresponsal de EL PAIS en Argel, que vivió de cerca, aquella dramática transición, no recuerda ninguna broma que naciera de la situación que estaba sucediendo entre scanners y facultativos de las más variadas nacionalidades. Con Mao tampoco sucedió esta reacción nerviosa del pueblo ante una situación dramática,y con Tito los chistes no tuvieron, que se sepa, un contenido personal, sino que aludían a las características políticas de Yugoslavia. «¿Enviamos invitación a los rusos para que vengan al funeral?», cuentan que dice un chiste yugoslavo. «No. No hace falta, Los rusos vendrán sin que les invitemos».

En todos los casos de prolongación, médica o natural, de estas agonías de los líderes, se produce un cuadro casi clínico de las reacciones de la gente: al principio -ocurrió en España, pasó en Argelia y acaba de suceder en Yugoslavia- se produce un estupor entre los que asisten al primer proceso público de la enfermedad del líder; durante unas semanas, o unos meses, la gente comienza a estimar que la desaparición puede aliviarse y, al fin, la tragedia humana a la que se ve sometido el líder agónico hace preferir su muerte antes que una artificial prolongación de su vida.

Estos líderes, cuyas fórmulas de dictadura difieren, guardan entre sí una única relación: mantienen su poder hasta el final, y porque lo detentan con más seguridad que otros, son conservados cuidadosamente, hasta que la transmisión de este poder, queda garantizada. A veces, son ellos mismos los que quieren la prolongación de ese Poder -«Tráigamne el traje», le dijo Franco a una enfermera cuando sus médicos le aconsejaban que no presidiera su último Consejo de Ministros- y hacen con él lo que se les antoja.

La muerte del líder nunca tuvo tan crispada descripción como la que la hija de Stalin, Svedana, hizo del agonizante dictador ruso: «La muerte de mi padre fue espantosa, difícil... Se asfixiaba a la vista de todos. Hubo un instante, por lo visto, ya en el último momento, en que abrió de súbito los ojos y recorrió con la mirada a cuantos nos hallábamos a su lado. Fue aquella una mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez, y de pavor ante la muerte y ante los desconocidos rostros de los médicos que se inclinaban sobre él». En la trastienda del escenario de la muerte, la tranquilidad domina, porque la sucesión está implacablemente preparada por quienes ven en la agonía del Patriarca un simple resumen de la vida de quien abandona y deja el sitio...

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