ASDRÚBAL AGUIAR | EL UNIVERSAL
martes 29 de enero de 2013 12:00 AM
A la república -hecha de mandatos y períodos constitucionales fijos, regulares e improrrogables, que respetan con celo sacramental hasta nuestros dictadores militares- le es firmada su acta de defunción por el TSJ el pasado 10 de enero; luego de lo cual asume el poder un gobierno de facto, por inconstitucional además de bifronte, que comparten el vicepresidente Maduro y el teniente Cabello. Y sobre tal vacío sobreviene la masacre en Uribana, que bien me recuerda la otra que ocurre en la Isla del Frontón, en Lima, cuando militares quienes solo saben de la guerra derriban con dinamita las columnas de la cárcel allí para aplacar la revuelta de unos reclusos, silenciándolos para siempre. La OEA condena los hechos y al gobierno peruano, en 1996.
Esta vez los muertos, en la cárcel venezolana mencionada, por obra de una acción disciplinaria que se acompaña de una decena de tanques de guerra, ya suman 57 mientras la cifra de heridos alcanza a 95. Pero lo primero y esto, el acto judicial que rompe toda regla de civilidad y su primera consecuencia, paradójicamente y para nada le preocupan al observatorio democrático que es la OEA; de donde cabe entender que es ya otra caja de huesos sin espíritu, en espera de su igual y cristiana sepultura.
Cuando en 1826 se decide en Panamá la unión, liga y confederación perpetuas de nuestras nacientes repúblicas y se le da vida al principio de la No Intervención, ello ocurre, justamente, para protegerlas de acciones que intenten revertir el modelo político en emergencia para reinstalar, en su defecto, la experiencia despótica derrotada con las armas de la libertad.
El celo del proponente, Simón Bolívar, reposa en la mirada cuidadosa que hace sobre la experiencia de los griegos. La democracia que nace en las ciudades helenas llega a su final por considerarse cada una de éstas, a sí, como célula autónoma e impermeable, cuyas vivencias políticas moran y se agotan dentro de sus paredes. La idea de la anfictionía, practicada en el istmo de Corinto -por temor a los persas- no dura más allá de la circunstancia. "El griego despreció la lógica, y seguro de sí, se enfrentó a la historia, no para cambiarla, pero sí para negarle supremacía", lo recuerda Cuevas Cancino. Y así terminan todas sus ciudades y "sus" democracias siendo pasta y pasto de las invasiones; tanto como Venezuela, hoy y en esta hora, es pasta y pasto de los hermanos Castro y del colonialismo cubano sin que nuestras repúblicas hermanas pongan sus barbas en remojo.
En 1948, reunida en Bogotá la Conferencia que le da vida a la actual OEA, la línea de consideración es la misma. Se predica la soberanía e independencia de nuestras repúblicas y su pertenencia a la nueva anfictionía continental, pero bajo la condición existencial del respeto y sostenimiento, por todas, de la democracia constitucional.
De modo que, cuando en un momento de quiebre histórico -mediando el mal ejemplo del presidente peruano Alberto Fujimori, electo democráticamente y quien sucesivamente desfigura a la república y a la democracia para transformarse en autócrata- se adopta en Lima, en 2001, la Carta Democrática Interamericana, la idea que priva es la de advertir que la república democrática no se reduce a mayorías. Pero mal podía imaginarme que José Miguel Insulza será el apóstol, el Judas quien entrega la OEA a manos de su "cancerbero", el perro guardián de las puertas de ese infierno que hoy se llama Socialismo del Siglo XXI y se sostiene con los dineros de Venezuela.
No por azar, así como ayer le pone cortapisas a la carta en cuestión, arguyendo el principio de la No Intervención, luego regresa sobre sus palabras para cuidar los predios del eje Caracas-La Habana, inmiscuyéndose en las situaciones constitucionales de Honduras y Paraguay. Y sonriente, al lado del canciller de facto venezolano, Elías Jaua, hoy declara ser incompetente para conocer sobre la "mutación constitucional" que le pone fin a nuestra república democrática y provoca su primera masacre; al fin, cohonesta la suerte de consulado de facto en que nos transformamos, regido a control remoto y permitiendo que la nación que somos desde 1830, desnuda de identidad, se la engullan a conveniencia la monarquía tropical y corrupta de los Castro.
Mas en buena hora, quien le compra su cargo y le entrega desde antes las monedas para la traición de los ideales americanos, hoy declina fatalmente. No es capaz, Hugo Chávez Frías, de amarrar el futuro. No logra moderar siquiera a sus ambiciosos herederos, y tampoco salvará al mismo Insulza de su ostracismo dentro de las páginas de la historia democrática continental. Esa tenemos, por ahora.
Esta vez los muertos, en la cárcel venezolana mencionada, por obra de una acción disciplinaria que se acompaña de una decena de tanques de guerra, ya suman 57 mientras la cifra de heridos alcanza a 95. Pero lo primero y esto, el acto judicial que rompe toda regla de civilidad y su primera consecuencia, paradójicamente y para nada le preocupan al observatorio democrático que es la OEA; de donde cabe entender que es ya otra caja de huesos sin espíritu, en espera de su igual y cristiana sepultura.
Cuando en 1826 se decide en Panamá la unión, liga y confederación perpetuas de nuestras nacientes repúblicas y se le da vida al principio de la No Intervención, ello ocurre, justamente, para protegerlas de acciones que intenten revertir el modelo político en emergencia para reinstalar, en su defecto, la experiencia despótica derrotada con las armas de la libertad.
El celo del proponente, Simón Bolívar, reposa en la mirada cuidadosa que hace sobre la experiencia de los griegos. La democracia que nace en las ciudades helenas llega a su final por considerarse cada una de éstas, a sí, como célula autónoma e impermeable, cuyas vivencias políticas moran y se agotan dentro de sus paredes. La idea de la anfictionía, practicada en el istmo de Corinto -por temor a los persas- no dura más allá de la circunstancia. "El griego despreció la lógica, y seguro de sí, se enfrentó a la historia, no para cambiarla, pero sí para negarle supremacía", lo recuerda Cuevas Cancino. Y así terminan todas sus ciudades y "sus" democracias siendo pasta y pasto de las invasiones; tanto como Venezuela, hoy y en esta hora, es pasta y pasto de los hermanos Castro y del colonialismo cubano sin que nuestras repúblicas hermanas pongan sus barbas en remojo.
En 1948, reunida en Bogotá la Conferencia que le da vida a la actual OEA, la línea de consideración es la misma. Se predica la soberanía e independencia de nuestras repúblicas y su pertenencia a la nueva anfictionía continental, pero bajo la condición existencial del respeto y sostenimiento, por todas, de la democracia constitucional.
De modo que, cuando en un momento de quiebre histórico -mediando el mal ejemplo del presidente peruano Alberto Fujimori, electo democráticamente y quien sucesivamente desfigura a la república y a la democracia para transformarse en autócrata- se adopta en Lima, en 2001, la Carta Democrática Interamericana, la idea que priva es la de advertir que la república democrática no se reduce a mayorías. Pero mal podía imaginarme que José Miguel Insulza será el apóstol, el Judas quien entrega la OEA a manos de su "cancerbero", el perro guardián de las puertas de ese infierno que hoy se llama Socialismo del Siglo XXI y se sostiene con los dineros de Venezuela.
No por azar, así como ayer le pone cortapisas a la carta en cuestión, arguyendo el principio de la No Intervención, luego regresa sobre sus palabras para cuidar los predios del eje Caracas-La Habana, inmiscuyéndose en las situaciones constitucionales de Honduras y Paraguay. Y sonriente, al lado del canciller de facto venezolano, Elías Jaua, hoy declara ser incompetente para conocer sobre la "mutación constitucional" que le pone fin a nuestra república democrática y provoca su primera masacre; al fin, cohonesta la suerte de consulado de facto en que nos transformamos, regido a control remoto y permitiendo que la nación que somos desde 1830, desnuda de identidad, se la engullan a conveniencia la monarquía tropical y corrupta de los Castro.
Mas en buena hora, quien le compra su cargo y le entrega desde antes las monedas para la traición de los ideales americanos, hoy declina fatalmente. No es capaz, Hugo Chávez Frías, de amarrar el futuro. No logra moderar siquiera a sus ambiciosos herederos, y tampoco salvará al mismo Insulza de su ostracismo dentro de las páginas de la historia democrática continental. Esa tenemos, por ahora.
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