Los resultados de la reunión de cancilleres en la OEA pone de manifiesto la soledad brutal de la dictadura madurista.
Si nos guiamos por los votos, que no pudieron conducir a una condena de la dolorosa situación que aquí se sufre, se puede considerar la afirmación como algo sin asidero en la realidad, como insistir en una oposición sin fundamento, pero la calidad de los países votantes conduce a conclusiones lapidarias sobre un autoritarismo contra el cual se alinean las sociedades fundamentales del hemisferio.
No se trata de hacer un catálogo de naciones, para clasificarlas según su rango en términos de población y de civilización. No se trata de indicar que unas son más importantes que otras, que unas son de primera y otras de segunda o de tercera, sino solo de señalar cómo las sociedades en las cuales se ha logrado una mayor escala de convivencia democrática y de imperio de una cohabitación ajustada a los valores esenciales del republicanismo contemporáneo no vacilaron en su condena de la dictadura que aprisiona y atormenta a los venezolanos.
Hablamos de México, por ejemplo, pese a los problemas que ahora padece. O de Colombia, también a pesar de las complicaciones de su vida política cuando busca con empeño el camino de la paz.
Hablamos de Chile, levantada su dignidad después de una dictadura pestilente y oprobiosa. O de Argentina, orientada de nuevo por la ruta de la libertad y la decencia después del mandato de los Kirchner. O de Brasil, empeñada en limpiar sus trapos sucios en público después de años de degradación. O de Uruguay, ejemplo de una cohabitación más coherente y enaltecida. O de Paraguay, convertida en baluarte de los principios pisoteados durante décadas por la tiranía de Stroessner. O del Perú, ahora en la vanguardia de las repúblicas más avanzadas del continente en materia de desarrollo económico y de respeto de las prerrogativas de la ciudadanía. O de Estados Unidos y Canadá, ejemplos de permanencia democrática desde la fecha de su nacimiento.
Basta con estos ejemplos para pensar en la historia que los respalda, en los argumentos de indiscutible cuño democrático que circulan en sus declaraciones y en sus documentos, en las luchas que han llevado a cabo para manifestarse con propiedad y seguridad frente al oprobio de la dictadura más lamentable del vecindario.
Son millones de voces las que hablan en los discursos de sus cancilleres, aunque no hayan logrado los votos para una declaración contundente de la OEA. Toda una trayectoria de compromisos con la causa de la libertad sale de los sonidos de sus intervenciones en la asamblea, y sus manos alzadas frente a la vergüenza del madurismo remiten al clamor de unas ejecutorias fundamentales para la construcción democrática que se ha hecho entre nosotros desde el siglo XVIII.
Todos estos países, así como otros que no nombramos, reprueban la dictadura de Maduro y quieren que desaparezca del mapa hemisférico. Forman el equipo de mayor peso en materia de luchas por la libertad y la democracia. Están en la vanguardia de un civismo atesorado durante más de dos siglos de esforzadas batallas por el establecimiento del republicanismo continental. Con ellos en la acera de enfrente, la soledad de Maduro se convierte en la mayor soledad de América Latina.
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