La dictadura te pone las analogías de anteojito. La oscuridad de las cavernas se empeña en machacar el pasado, en refrescarlo a la vista de todos, pese a que las horas y los tiempos antiguos descansan en la tumba o se revuelven en ella ante una resurrección imposible. No hay que forzar la imaginación para sentir que unos personajes oprobiosos vuelven de la oscuridad para cambiar la vida, para llevarla a situaciones que parecían desaparecidas para siempre. Pero de pronto no es así, por desgracia, debido a cómo las conductas del régimen se parecen como gotas de agua a los atentados del ayer frente al republicanismo.
La escena de un militar gorila frente al presidente de la Asamblea Nacional, que acabamos de presenciar en medio de la estupefacción, remite a los episodios más dolorosos de los inicios de la república. Hay que guardar distancias frente a las contingencias más célebres del pasado, debemos colocar a cada quien en su lugar no vaya a ser que nos extralimitemos en la comprensión del suceso que hoy nos conmueve, pero la reacción de un vulgar policía de la GNB frente al reclamo justo del presidente de la AN por el vejamen de la soldadesca contra unos diputados y ante la violación del recinto parlamentario evoca con pasmosa fidelidad el enfrentamiento entre la soberanía popular y el fuero militar que ocurrió en 1835, cuando el presidente José María Vargas fue acorralado por los alzados oficiales del “Ejército Libertador”.
Hay una diferencia de bulto que los lectores desconocen, pero que indica cómo el camino hacia un pantano apestoso se ha vuelto ahora más expedito y mortífero. Pedro Carujo sabía hablar. El individuo que enfrentó la majestad del presidente Vargas no era un espadón cualquiera. Era un hombre cultivado, cercano a los libros y a los asuntos de su época. Se había codeado con la intelectualidad de Bogotá y Caracas, hasta figurar como vocero de un liberalismo avanzado. Hombre de daga y espada, capaz de intentar el asesinato de Bolívar y otras acciones descabelladas, no era protagonista de montoneras. Algo guardaba en su sensibilidad como imagen de una época convulsa, que lo distinguió, pese al atentado que protagonizó en 1835 contra el poder civil. No lo estamos exculpando por su levantamiento contra la república, sino tratando de verlo como de veras fue.
¿Para qué? Para compararlo con el Carujo de turno, con ese Carujo II a quien corresponde la custodia de la AN. ¿Qué sacamos de sus ladridos frente al presidente del Parlamento? ¿Alguna cosa digna de consideración? ¿Algo que suscite respeto? ¿Alguna frase coherente y decente? Nada, desgraciadamente. Es solo la encarnación de una militarada ordinaria, de una prepotencia vulgarota, la barbarie sin un piso que no sea el que le concede el supremo inepto desde el Palacio de Miraflores.
El episodio de Carujo frente al presidente Vargas encuentra explicación en la inexperiencia de una república naciente, en un proyecto que daba sus primeros pasos, pero la escena del gorila soliviantado ahora contra el presidente de la Asamblea solo puede considerarse como un atentado anacrónico, como el retorno de situaciones que ninguna sociedad civilizada debe soportar; como un hecho que, si no avergüenza a su protagonista, debe avergonzar a los ciudadanos y a la FANB.
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