ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 29 de mayo de 2011 12:00 AM
Hace poco se afirmó que el presidente Chávez no era un dictador, sin que la aseveración produjera debate. El hecho de que se vuelva ahora sobre el tema con el objeto de rebatirlo confirmaría lo dicho, pues sólo en un clima de libertades, asegurarían en la otra esquina, puede un columnista darse el lujo de criticar la afirmación sin dar con sus huesos en la cárcel. Sin embargo, no hace falta un testimonio de prisión, ni otras barbaridades, para desarrollar un argumento capaz de demostrar que sólo un analista miope puede ignorar la existencia de un fenómeno que usa el disfraz adecuado para que no lo pillen quienes no lo saben hacer, o quienes prefieren disimular lo que observan.
Existe, por lo menos, una razón capaz de sostener la afirmación que ahora se pretende negar: la analogía con protagonistas de la historia nacional, o de otros lugares, a quienes se ha considerado como encarnaciones de la dictadura sin ningún tipo de vacilación. Si no se parece a ellos, no es dictador, se concluye con excesiva facilidad. Si no usa los feroces procedimientos que ellos usaron, es evidente que no es dictador. Si no ha hecho del país un baño de sangre ni una topografía de ergástulas ni un desfile de torturadores, salta a la vista que no es un dictador. Basta con hacer memoria de Juan Vicente Gómez y del gomecismo, por ejemplo, dictador y dictadura emblemáticos en Venezuela, para que el argumento adquiera aparente consistencia. Porque, en efecto, no existe en el país de nuestros días nada parecido a La Rotunda, ni evidencias de tormentos como las descritos por Pocaterra en un libro aterrador, ni exilios masivos como los que sufrieron los estudiantes de 1928 debido a su pasión civilizadora ni desmanes escandalosos en las regiones como los que se atribuyen con pruebas de sobra a segundones como Eustoquio Gómez y Vincencio Pérez Soto. Un vistazo del vecindario del pasado también ofrecería sillares a la idea, pues bastaría referir la barbarie instaurada por un tirano sin compasión como el dominicano Rafael Leonidas Trujillo para asegurar que una comparación con el presidente Chávez sería un sonoro disparate.
Pero, debido a la evolución de los tiempos y a los cambios provocados por la globalización, tales fenómenos no se pueden reproducir de idéntica manera. Los derechos adquiridos por la sociedad en sus contornos después de largas luchas y los avisados ojos de una civilización más concernida con los sucesos de todas las latitudes, especialmente con los más hiperbólicos, impiden o tratan de impedir situaciones de represión desembozada como las aludidas. De allí la alternativa que tienen hoy los mandones de perseguir la meta del secuestro de una sociedad sin usar el tortol ni ordenar muertes, suplicios o atroces cautiverios masivos. Ahora guardan las formas para evitar el parangón con sus proverbiales antecesores; y, desde luego, para hacer lo que ellos hicieron, o cosas parecidas, sin la incomodidad de una acusación que no puedan rebatir cubriéndose con el manto de la simulación, con los pinceles de un maquillaje capaz de ocultar el control irrefrenable de la ciudadanía, más allá de las leyes y de la decencia. Para ejercer la dictadura en la actualidad no se precisan los métodos del pasado. Se puede llevar a cabo con la hipocresía que los tiempos exigen, y con la complicidad de quienes, desde el exterior, le sacan provecho a esa hipocresía.
De momento, un solo punto puede bastar para que, sin temor a la exageración, quepa el presidente Chávez en la casilla de los dictadores: hace lo que quiere hacer, lo que su deseo dispone en el momento en que estima conveniente, sin ningún tipo de contención. Su voluntad ha dispuesto la creación de una sociedad a su imagen y semejanza, y ha logrado el cometido sin detenerse en cavilaciones, sin miramientos con la realidad la quiere moldear o moldea como si fuera cosa de su propiedad particular: la denominación de la república, la calificación de los protagonistas de la política y la economía, la determinación de la bondad y la maldad de los ciudadanos, la libertad o la cárcel de los sujetos a quienes pone el ojo, la creación de poderes e instancias que no están contemplados en la Constitución, las leyes que debe aprobar el Parlamento, los discursos que deben desembuchar los parlamentarios, la mudanza del papel de las fuerzas armadas, la creación de milicias, la distribución del presupuesto, las dádivas en el exterior, la selección de los amigos y los enemigos de la patria, el manejo de los mercados, la posesión de las tierras urbanas y rurales, los sitios para la cosecha y la labranza, la modificación del mapa político, la fundación de ciudades, los cambios de zonificación, la limitación de la autonomía universitaria, el uso de los medios de comunicación, la ubicación de los damnificados, el reparto de honores y condecoraciones, la fecha para la realización de las elecciones y cualquier otra extralimitación que puede recordar el desocupado lector, demuestran cómo hace o ha hecho lo que le viene en gana sin la existencia de contrapesos.
Ciertamente le hemos servido en bandeja de plata la patente para gobernar a su antojo, pero hay una realidad difícil de negar: sin usar todavía los métodos de antaño, ha acumulado un poder personal que ya hubieran deseado en sus mejores tiempos, muertos de la risa, el Benemérito y el Padre de la Patria Nueva. ¿No estamos, entonces, ante un ejercicio dictatorial de la autoridad
Existe, por lo menos, una razón capaz de sostener la afirmación que ahora se pretende negar: la analogía con protagonistas de la historia nacional, o de otros lugares, a quienes se ha considerado como encarnaciones de la dictadura sin ningún tipo de vacilación. Si no se parece a ellos, no es dictador, se concluye con excesiva facilidad. Si no usa los feroces procedimientos que ellos usaron, es evidente que no es dictador. Si no ha hecho del país un baño de sangre ni una topografía de ergástulas ni un desfile de torturadores, salta a la vista que no es un dictador. Basta con hacer memoria de Juan Vicente Gómez y del gomecismo, por ejemplo, dictador y dictadura emblemáticos en Venezuela, para que el argumento adquiera aparente consistencia. Porque, en efecto, no existe en el país de nuestros días nada parecido a La Rotunda, ni evidencias de tormentos como las descritos por Pocaterra en un libro aterrador, ni exilios masivos como los que sufrieron los estudiantes de 1928 debido a su pasión civilizadora ni desmanes escandalosos en las regiones como los que se atribuyen con pruebas de sobra a segundones como Eustoquio Gómez y Vincencio Pérez Soto. Un vistazo del vecindario del pasado también ofrecería sillares a la idea, pues bastaría referir la barbarie instaurada por un tirano sin compasión como el dominicano Rafael Leonidas Trujillo para asegurar que una comparación con el presidente Chávez sería un sonoro disparate.
Pero, debido a la evolución de los tiempos y a los cambios provocados por la globalización, tales fenómenos no se pueden reproducir de idéntica manera. Los derechos adquiridos por la sociedad en sus contornos después de largas luchas y los avisados ojos de una civilización más concernida con los sucesos de todas las latitudes, especialmente con los más hiperbólicos, impiden o tratan de impedir situaciones de represión desembozada como las aludidas. De allí la alternativa que tienen hoy los mandones de perseguir la meta del secuestro de una sociedad sin usar el tortol ni ordenar muertes, suplicios o atroces cautiverios masivos. Ahora guardan las formas para evitar el parangón con sus proverbiales antecesores; y, desde luego, para hacer lo que ellos hicieron, o cosas parecidas, sin la incomodidad de una acusación que no puedan rebatir cubriéndose con el manto de la simulación, con los pinceles de un maquillaje capaz de ocultar el control irrefrenable de la ciudadanía, más allá de las leyes y de la decencia. Para ejercer la dictadura en la actualidad no se precisan los métodos del pasado. Se puede llevar a cabo con la hipocresía que los tiempos exigen, y con la complicidad de quienes, desde el exterior, le sacan provecho a esa hipocresía.
De momento, un solo punto puede bastar para que, sin temor a la exageración, quepa el presidente Chávez en la casilla de los dictadores: hace lo que quiere hacer, lo que su deseo dispone en el momento en que estima conveniente, sin ningún tipo de contención. Su voluntad ha dispuesto la creación de una sociedad a su imagen y semejanza, y ha logrado el cometido sin detenerse en cavilaciones, sin miramientos con la realidad la quiere moldear o moldea como si fuera cosa de su propiedad particular: la denominación de la república, la calificación de los protagonistas de la política y la economía, la determinación de la bondad y la maldad de los ciudadanos, la libertad o la cárcel de los sujetos a quienes pone el ojo, la creación de poderes e instancias que no están contemplados en la Constitución, las leyes que debe aprobar el Parlamento, los discursos que deben desembuchar los parlamentarios, la mudanza del papel de las fuerzas armadas, la creación de milicias, la distribución del presupuesto, las dádivas en el exterior, la selección de los amigos y los enemigos de la patria, el manejo de los mercados, la posesión de las tierras urbanas y rurales, los sitios para la cosecha y la labranza, la modificación del mapa político, la fundación de ciudades, los cambios de zonificación, la limitación de la autonomía universitaria, el uso de los medios de comunicación, la ubicación de los damnificados, el reparto de honores y condecoraciones, la fecha para la realización de las elecciones y cualquier otra extralimitación que puede recordar el desocupado lector, demuestran cómo hace o ha hecho lo que le viene en gana sin la existencia de contrapesos.
Ciertamente le hemos servido en bandeja de plata la patente para gobernar a su antojo, pero hay una realidad difícil de negar: sin usar todavía los métodos de antaño, ha acumulado un poder personal que ya hubieran deseado en sus mejores tiempos, muertos de la risa, el Benemérito y el Padre de la Patria Nueva. ¿No estamos, entonces, ante un ejercicio dictatorial de la autoridad
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