RODOLFO
IZAGUIRRE
Creemos
viajar cuando nos desplazamos en el espacio, cuando cruzamos los mapas
geográficos y entramos en otros pueblos y ciudades sin percatarnos que el
verdadero viaje se cumple en nuestras propias inquietudes y en la obligación,
siempre postergada, de conocerse uno a sí mismo. Es en la inquietud del
espíritu, en la intensa disposición de vivir lo que va a sucedernos mañana
donde se encuentra el prodigio de viajar. Podemos volar, soñar, correr por los
campos, huir de nuestros personales temores o por el contrario, ir hacia ellos
decididos o recelosos, pero al hacerlo nunca realizamos el verdadero viaje, el
más difícil, temerario y al mismo tiempo arriesgado y prodigioso como es el de
viajar hacia uno mismo, quemarnos en el fuego que arde en los pasadizos subterráneos
de nuestras almas, presenciar las frenéticas o lúgubres danzas de nuestros
antepasados y, acompañados de Virgilio, bajar a los infiernos, presenciar la
agonía de nuestros enemigos muertos; rescatar a Eurídice o subir a los cielos
junto a Remedios la bella para “abandonar el aire de los escarabajos y las
dalias y perdernos con ella para siempre en los altos aires donde no podrán
alcanzarnos ni los mas altos pájaros de la memoria”.
Se dice
que viajar es salir de las tinieblas para encontrar la luz; vencer a la muerte
o emprender de nuevo la aventura que habrá de llevarnos a Ítaca y permitir que
Penélope termine finalmente de tejer nuestra mortaja porque para mí Ítaca es el
final de la aventura y Penélope no teje la trama de la vida sino el lienzo de
la muerte.
Viajar es
también peregrinar por las páginas de los libros, hundirnos en sus abismos,
escuchar los secretos silencios y resonancias de las palabras y descubrir la
dulzura y la violencia que acechan desde su interior. Gracias al cine viajamos
hacia remotas galaxias en guerra, hemos conocido al hombre del valle del
neandertal y asistido a la decapitación de María Antonieta sin movernos de
nuestra butaca y hemos recorrido los ámbitos de la música a partir de los
primeros madrigales de Claudio Monteverdi.
Hoy son
muchos los venezolanos que han emprendido viaje hacia otros países, familias
que se dispersan empujadas y atormentadas por los nefastos comportamientos del
régimen militar. Son viajes incitados no por los deleites de conocer y respirar
otros aires sino impulsados por la desesperación y el abatimiento; por la
tristeza de ver al país que alguna vez fue rico y generoso convertido en
devastación y castigo. Es un viaje liberador, como si saliéramos del laberinto,
pero es al mismo tiempo un viaje hacia el exilio voluntario, hacia lo
inesperado; hacia la soledad y el no regreso porque nunca antes la figura del
exilio había golpeado con tanta violencia las puertas y ventanas de nuestra
cultura democrática.
Tal vez
algún día también me iré, pero mientras no sepa qué hacer con mis helechos
permaneceré agonizando en el país que amo con el mismo furor con el que odio a
quienes lo lastiman y degradan; sosteniendo mi solidaridad con los que sufren
cárcel y persecución por intentar ejercer su derecho a disentir. La represión
desatada por el régimen me ha revelado una nueva actitud frente al viaje:
hacerlo, pero por los caminos de la desobediencia que antes no tenía por qué
transitar.
Despejar
los senderos, rechazar las ideologías, abominar de los dogmas y prejuicios que
aun pudieran estar devorándome y desintoxicar mi espíritu de las marañas
políticas. ¡Ser mental y eternamente joven en un cuerpo que ya no lo es!
Será el
viaje mas hermoso y de mayor plenitud que haré antes de encontrar a Penélope
esperándome en su telar: ¡refugiarme, como dice García Márquez en sus Cien años
de soledad, en los altos aires donde no podrán alcanzarme ni los mas altos
pájaros de la memoria!
Ir hacia la última luz, con la
palabra como única arma para enfrentar el oprobio de un régimen que me agobia y
me obliga a viajar fuera de mí.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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