La noticia no es que la
transición económica no será fácil, sino que los líderes no saben como llevarla
a cabo
Los
políticos que están en el poder en tiempos de expansión económica suelen
desarrollar delirios de competencia. Es algo que se puede apreciar en Estados
Unidos: Jeb Bush cree conocer los secretos del crecimiento económico porque fue
gobernador de Florida mientras el estado experimentaba una enorme burbuja
inmobiliaria y tuvo la buena suerte de dejar el cargo justo antes de que
estallase. Pero también lo hemos visto en otros muchos países: todavía me
acuerdo de la omnisciencia y la omnipotencia que se les atribuía a los
burócratas japoneses a mediados de la década de 1980, antes del inicio de un
largo estancamiento.
Ese es el
contexto en el que tenemos que inscribir los extraños acontecimientos que están
ocurriendo en el mercado de valores chino para poder entenderlos. Por sí solo,
el precio de las acciones chinas no debería importar demasiado. Pero las
autoridades han decidido poner en entredicho su credibilidad al intentar
controlar ese mercado, y están demostrando que, a pesar del notable éxito de
China durante los últimos 25 años, los gobernantes del país no tienen ni idea
de lo que están haciendo.
Empecemos
por las nociones básicas. China se encuentra al final de una era, la era del
crecimiento superrápido, posibilitado en gran medida por la ingente emigración
de campesinos subempleados, que se fueron del campo a las ciudades costeras.
Esta reserva de mano de obra excedente está menguando, lo que significa que el
crecimiento debe ralentizarse.
Sin
embargo, la estructura económica china está construida en torno a la premisa
del crecimiento muy rápido. Las empresas, muchas de ellas propiedad del Estado,
acumulan sus beneficios en lugar de devolvérselos a los ciudadanos, que tienen
unos ingresos familiares raquíticos; al mismo tiempo, los ahorros de los individuos
son elevados, entre otras cosas porque la red de seguridad social es débil, con
lo que las familias acumulan efectivo, por lo que pueda pasar. En consecuencia,
el gasto chino es asimétrico, con tasas muy altas de inversión pero una cuota
muy baja de demanda por parte del consumidor en el PIB.
Esta
estructura era viable mientras el frenético crecimiento económico ofreciese las
suficientes oportunidades para invertir, pero ahora la rentabilidad de las
inversiones desciende rápidamente. El resultado es un problema de transición
peliagudo: ¿qué ocurre si la inversión disminuye pero el consumo no sube lo
bastante rápido para llenar la brecha?
Lo que
China necesita son reformas que amplíen el poder adquisitivo y, para ser
justos, ha hecho esfuerzos en ese sentido. Sin embargo, es del todo evidente
que dichos esfuerzos se han quedado cortos. Se ha introducido, por ejemplo, un
supuesto sistema nacional de salud, pero en la práctica muchos trabajadores se
cuelan por sus resquicios.
Entretanto,
los líderes chinos parecen estar aterrados —probablemente por razones
políticas— ante la perspectiva de la más mínima recesión. Así que han inflado
la demanda atiborrando de crédito al sistema, fomentando además un boom en el
mercado de valores. Estas medidas pueden funcionar durante un tiempo, y las
cosas podrían haber ido bien si las grandes reformas avanzaran lo bastante
rápido. Pero no lo están haciendo, y el resultado es una burbuja que quiere
estallar.
En
respuesta, China ha lanzado un gran órdago para respaldar el precio de las
acciones: a los grandes accionistas se les ha impedido vender; las
instituciones gestionadas por el Estado han recibido la orden de comprar
acciones; y a muchas empresas cuyos precios estaban cayendo en picado se les ha
permitido suspender las operaciones. Estas medidas pueden tomarse durante un
par de días para contener un pánico a todas luces injustificado, pero China las
aplica de manera sostenida a un mercado que todavía está muy por encima de su
nivel de hace no mucho tiempo.
Es
posible que, en parte, les preocupen las repercusiones financieras. Al parecer,
algunos actores financieros chinos pidieron prestadas grandes sumas de dinero
con sus acciones como garantía, por lo que el hundimiento del mercado podría
dar pie a suspensiones de pagos. Esto resulta particularmente inquietante
porque China tiene un enorme sector bancario "en la sombra" que,
básicamente, no está regulado y podría sufrir una oleada de retiradas masivas
de depósitos.
Pero
también parece que el Gobierno chino, que en su momento animó a los ciudadanos
a comprar acciones, ahora cree que debe defender los precios de las acciones
para conservar su reputación. Sin embargo, lo que ha acabado haciendo, huelga
decirlo, es hacerla añicos a una velocidad récord.
Lo cierto
es que, cada vez que uno cree que las autoridades han hecho todo lo posible
para destrozar su credibilidad, se superan. En los últimos tiempos, los medios
de comunicación estatales están culpando de esta caída en picado de las
acciones a —sí, lo han adivinado— una conspiración extranjera contra China, que
es aún menos plausible de lo que podría parecer: durante mucho tiempo el país
ha realizado controles eficaces para mantener a los extranjeros fuera de su
mercado de valores, y resulta dificilísimo vender unas acciones que nunca te
permitieron comprar.
Así las
cosas, ¿qué hemos aprendido? El increíble crecimiento de China no era un
espejismo, y su economía sigue constituyendo una enorme fuerza productiva.
Evidentemente, los problemas de la transición a un crecimiento menor son
importantes, pero eso es algo que sabemos desde hace tiempo. La gran noticia no
es la economía china, sino sus líderes. Olvidémonos de todo lo que hemos oído
sobre su brillantez y su capacidad de previsión. A juzgar por los bandazos
actuales, no tienen la menor idea de lo que están haciendo.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008.
Vía El País. España
Que pasa Margarita
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