Una
gran cantidad de venezolanos se congregó ayer frente al edificio de la
OEA, en Washington DC. Casi todos con sus pancartas, gritando consignas.
Mujeres y hombres. Viejos y jóvenes. Son los mismos venezolanos
quienes están hoy en las calles de Caracas y otras ciudades de
Venezuela. El sol era inclemente pero la gente estaba allí. Separados
del grupo por unos cinco policías estadounidenses estaban unos 15
mercenarios pagados por la embajada de Maduro en Washington,
con pancartas muy profesionalmente elaboradas. Este es un grupo que
siempre está allí, gritando a favor de un Maduro que no conocen, en un
español con acento árabe o de los bajos fondos de la ciudad. Van allí a
ganarse $19 la hora, dinero nada despreciable
para quien desea comprarse una botella de vodka barata. A diferencia de
quienes vamos allí porque nos duele Venezuela, estos mercenarios que
no conocen nuestro himno, son pagados por un encargado de negocios, un
tal Maximilien, que tampoco habla bien el español.
Aquí, sosteniendo pancarta
Los
venezolanos se hicieron sentir fuera de la OEA ayer. Hay indignación y
voluntad de continuar la protesta hasta que ella obtenga sus objetivos.
Vimos llegar y entrar al edificio a la jinetera
moral, la canciller de Venezuela. Que iba a hacer allí? Sin duda, a
llevarle el cheque a los isleños del caribe que bloquean la sanción a
Venezuela en la OEA y que tienen sus manos llenas de sangre nuestra.
También vimos, muy elegante, antes de que entrara
al recinto, a Pablo Medina. Y recordé el libro de Hemingway, “Las
nieves de Kilimanjaro”: “Que estaría haciendo un leopardo en estas
alturas”?
Cuando
el sol me venció y regresé a casa intuí que nada pasaría ayer en la OEA
y que los mercenarios de adentro, mejor pagados que los de afuera,
lograrían aplazar una decisión sobre Venezuela,
mientras suman nuestras muertes.
Eso es lo que llaman diplomacia.
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