Editorial de Paso Cambiado
Hay muchas definiciones de la Política, de gente infinitamente más inteligente que yo. Pero, para este tiempo y lugar de la Historia, me quedo con la mía: la Política es la organización racional de los asuntos públicos. Y el fracaso de la Política es, justamente, la pulsión sentimental sobre la cosa pública, la emoción como motor de las relaciones sociales. Por lo tanto, amigo lector, si usted no está de acuerdo con esto, no hace falta que lea una línea más. Si, por el contrario, le parece razonable, entenderá que crea que la enfermedad de la Política es la ruptura de la barrera de la racionalidad y el triunfo de la pasión, en sus diferentes formas.
Lo vemos ahora mismo, con la muerte de Hugo Chávez, presidente de Venezuela. Quizá, el paradigma perfecto de la malversación de la Política bajo la fórmula del populismo caudillista. Ése régimen que se apoya en que la necesidad del pueblo por tener un liderazgo para ocultar que es el propio líder quien necesita el sometimiento del pueblo.
Chávez ha sido un caudillo de corte clásico, el que acumula todo el poder en las diferentes instancias públicas, en las instituciones del Estado, bajo la excusa de la necesidad que exige el beneficio del pueblo. Los mecanismos de esa toma de poder son, como se decía al principio, puramente emocionales. Unos, positivos, como los de transmitir afecto a ese pueblo al que se quiere dirigir. Otros, negativos, como la búsqueda de un enemigo externo que justifique el atrincheramiento en el poder del líder benefactor.
Pero, en el caso de Chávez, a diferencia de otros populistas (con el recuerdo de aquellos que impulsaron las ideologías totalitarias más asesinas de la Historia), el fallecido presidente venezolano incorporó elementos de histrionismo muy poco homologables a los usos convencionales de la política civilizada. Sus intervenciones televisivas en su obligatorio programa “Aló presidente” pasarán a la antología del disparate político, como lo harán sus decisiones arbitrarias o su enorme confusión ideológica, en esa mezcla sincrética que inventó entre las creencias religiosas, el modelo comunista y la revolución bolivariana, en un mix delirante que fue posible gracias a que encontró la tecla para pulsar la cuerda de los sentimientos de muchos compatriotas. Bien es verdad, que no los más ilustrados, como es obvio.
Chávez fue un payaso (que no es decir tonto), más que un criminal, y más que dictador fue fanático. En todo caso, lo que no presidió su gobernación fue el concepto de libertad, que en casos como el suyo siempre se subordina a otro fin, aparentemente la igualdad. Pero como la búsqueda de igualdad sin institucionalidad democrática siempre fracasa, finalmente lo que gestó Chávez fue una burguesía sobrevenida, extraída de los presuntos revolucionarios del chavismo bolivariano. Y eso es lo que cimentó la “boliburguesía”, que es ahora la que luchará con uñas y dientes para el mantenimiento del chavismo sin Chávez. Y tiene uñas y dientes, porque la cúpula militar (sin contar a las milicias castristas) está entre esos agraciados por la doctrina social de Chávez, que ha terminado, como siempre, en quitar a los ricos para dar a los amigos.
Si algo tiene el populismo es que es profundamente mentiroso. Y no es una característica que pueda aplicarse exclusivamente al presidente venezolano pasado a la Historia. Es un fenómeno que se ha repetido y hasta se calificó de demagogia por Aristóteles, que vimos sangrantemente en el siglo XX en Europa, y que se desplazó con otras formas a muchos países, como la Argentina peronista que aún se mantiene en sus esencias. Y que se ha extendido en un terreno propicio en Hispanoamérica, desde el nuevo liderazgo “chavista” de Correa en Ecuador, hasta la Bolivia de Morales, rozando por otros países comportamientos parejos.
¿Podemos ver en Europa ese fenómeno como ajeno? Para nada. Ya tenemos histriones, o directamente payasos, como Beppe Grillo en Italia. Hasta Berlusconi se arrimó al populismo y también ha sido percibido como clown por reputadas revistas internacionales. Pues, de la misma forma que el chavismo emergió de la crisis de los partidos tradicionales en Venezuela, los democristianos de Copei y los socialdemócratas de AD, también en la actual crisis económico-política europea surgen iniciativas antisistema que canalizan la angustia popular, aunque no aporten más salida para la gestión pública que el espectáculo de la protesta.
¿Quiénes son ahora nuestros payasos españoles? Hay varios candidatos, pero la mayoría con pocas posibilidades. Los que más tienen son los nacionalistas, aquellos que han decidido abandonar las reglas de la racionalidad pública y se han dedicado a encender las pasiones populares.
Los nacionalismos criminales del siglo XX, especialmente el nazismo alemán, ya hicieron lo mismo. Encandilaron al pueblo con promesas de felicidad y poder, mientras le azuzaron contra enemigos exteriores e interiores. Lo que terminó en la impresionante cifra de sesenta millones de muertos, en buena parte aportados por otro populismo totalitario, el comunismo soviético.
Los nacionalismos criminales del siglo XX, especialmente el nazismo alemán, ya hicieron lo mismo. Encandilaron al pueblo con promesas de felicidad y poder, mientras le azuzaron contra enemigos exteriores e interiores. Lo que terminó en la impresionante cifra de sesenta millones de muertos, en buena parte aportados por otro populismo totalitario, el comunismo soviético.
Los españoles tenemos ahora nuestros propios nacionalistas que han difundido el mensaje del victimismo, de la presunta agresión española, de la felicidad que se derivaría de la ruptura. Están llevando del dogal a la ciudadanía con promesas, mentiras y emociones patrióticas. Se consideran depositarios de la voluntad popular, cuando son ellos mismos quienes la están conformando a la medida de su ambición de poder.
Son distintos a los totalitarismos de entreguerras, especialmente porque están desarmados, pero no se diferencian tanto de Chávez. Tienen la misma iluminación mesiánica. No les importa saltarse las normas del derecho preexistente, ni les arredra la convulsión social. No se dejan aconsejar ni admiten más pacto que el control totalitario de voluntades e instituciones. Y perciben como quien huele la sangre que el adversario político está debilitado.
Son muy peligrosos, y lo serían más si no estuvieran borrachos de seguridad en su victoria mientras piensan en la resaca por conseguirla, por si no saben qué hacer con ella. Porque los populismos tienen un corto recorrido en las sociedades complejas, pues su caldo de cultivo está en la ciudadanía simple, ignorante y moldeable. Valen cuando la gente percibe que no tiene nada que perder, y asustan cuando pasa lo contrario. Por eso, son como la espuma del cava que celebrará los años de crisis, pero no resistirá los de prosperidad.
Lamentablemente, mientras ese futuro no llegue, vamos a ver muchas banderas y mucho espectáculo circense. Porque es más difícil difundir lo racional que lo sentimental; porque con normas no se llega al corazón de la gente. El gran problema es que los dirigentes políticos estatales piensan que deben abordarse los acontecimientos cuando éstos suceden. Y los nacionalistas lo que hacen es preparar el terreno para que sucedan, y después hacerlos inevitables. Es decir, lo primero es un ejercicio de contabilidad, al racional estilo de la Unión Europea; lo segundo, un divertido espectáculo, tipo Chávez o Grillo.
Y no nos queda tan lejos éste último, lo que sucede es que nos negamos a reconocer a nuestros aprendices de caudillos, a nuestros populistas ambiciosos, a nuestros propios payasos.
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