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Absortos como estamos los venezolanos en la búsqueda de una salida a la calamitosa situación generada por el sesgo castrense y la inevitable deriva dictatorial de un gobierno que ha superado todos los récords de ineficiencia administrativa y desprecio a la Constitución, quizá no nos hemos dado cuenta de que Maduro no es más que el agente transmisor del mal de Chávez, la enfermedad infantil que padece, mutación del populismo ordinario.
No es propósito editorial desarrollar una crítica «leninista» del pensamiento político –si es factible tener por tal sus elementales nociones de marxismo aprendidas a la ligera– del mascarón de proa de la nave roja. Porque, aunque hay mucho de “doctrinarismo” en su batiburrillo mental, interesa más, en estos momentos cruciales para el destino nacional, su conducta que sus creencias.
Son pueriles los regaños de que quien juega a presidente contra los países y líderes democráticos que cuestionan su plan de pasteurización y homogeneización ideológica de nuestra sociedad, orientado a resucitar el socialismo real, muerto y bien enterrado bajo los escombros del Muro de Berlín.
Y, a pesar, de las graves implicaciones de sus admoniciones, no podemos soslayar que se trata de pataletas de chiquillo, incompatibles con el cargo. Hay demasiado de niñato malcriado en las peleas mal cazadas de Maduro y en su empeño en nadar contra la corriente. Cual párvulo mal educado al que sus padres todo consienten, Nicolás ha hecho de sus rabietas, ¡mío, mío, mío!, un singular y caprichoso estilo de gobernar, que facilita a los titiriteros de La Habanay a los pretores de Fuerte Tiuna el mantenerle entretenido a fin de que, sin chistar, acate sus directrices.
En realidad, se trata de un trastorno de personalidad bien conocido y (mal) tratado por los psiquiatras cubanos, duchos en esa técnica de inducción que conocemos como “lavado de cerebro”, con la que condicionaron a quien iba a ser su procónsul de la provincia que Hugo Chávez entregó graciosamente a los Castro Ruz.
Síndrome de Peter Pan se bautizó ese fenómeno que confina a ciertas personas a vivir en el País de Nunca Jamás. La inmadurez en el desenvolvimiento de las relaciones sociales es el aspecto más relevante de esta aberración conductual digna de ser incluida en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, y que en Maduro se manifiesta en censurables actos de malcriadez extrema. Es el caso de la premiación irracional a quienes, si no merecen castigo, al menos ameritan se investiguen las imputaciones por las cuales la justicia norteamericana les sanciona.
Condecorar y tildar de “héroes de la revolución” a gentes sobre las que gravitan fundadas sospechas de fraude, lavado de dinero, corrupción, narcotráfico y asociación para delinquir es, además de un acto irreflexivo y falto de criterio, un impertinente guante arrojado en señal de desafío a un inaceptable duelo que no puede obtener respuesta porque denota demasiada falta de rigor intelectual, demasiada inmadurez. Tanta como la aceptación de las preseas con que se les (des)honra por parte de los condecorados. Pero cómo se hace si al niño que es llorón, el padrino lo pellizca.
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