Gerver Torres
En el año 2006, la empresa Gallup inició un ambicioso proyecto dirigido a medir y estudiar el bienestar subjetivo en el mundo. Parte del esfuerzo lo constituyó encuestas que comenzaron a realizarse por lo menos una vez al año, en unos 160 países, alcanzando una muestra representativa del 98% de la población adulta mundial. Dependiendo del tipo y extensión de la penetración telefónica, las entrevistas se hacen a través de ese medio o presencialmente. Como resultado de ese criterio, en la mayoría de los países en desarrollo, incluida toda la América Latina, las encuestas se hacen cara a cara, sobre una muestra representativa de cada país a nivel nacional.
Cuando se habla de bienestar subjetivo, se alude a aquel bienestar que la gente declara por sí misma tener. No es el bienestar medido por terceros, por gobiernos u organismos internacionales a partir de variables objetivas, como pueden ser la tasa de desempleo, el ingreso o la tasa de mortalidad. Por esa razón, mucha gente habla indistintamente de bienestar subjetivo y felicidad como la misma cosa.
Para intentar capturar el bienestar subjetivo, se realizan baterías de preguntas que provienen a su vez de estudios y experimentos directos sobre grupos de individuos. Una de esas preguntas, la más directa y simple de todas, consiste en pedirle a las personas que imaginen una escalera con peldaños marcados del 0 al 10: cero significa la peor vida posible que ellas puedan estar viviendo y diez significa lo contrario, la mejor vida posible. La pregunta tiene dos partes: dónde se encuentra la persona hoy y dónde espera encontrarse en 5 años. Con ello se intenta captar, no solo el bienestar presente, sino también, la expectativa que la gente tiene sobre su bienestar futuro. Por esta razón, la segunda parte de la pregunta refleja lo que podríamos llamar un componente de esperanza.
Combinando las respuestas obtenidas a la primera y la segunda parte de la pregunta, Gallup crea un índice de evaluación de vida. El índice genera tres situaciones o categorías de bienestar con los cuales se clasifica a los entrevistados. A las personas que dicen estar hoy en alguno de los peldaños del 0 al 4 (inclusive) y que esperan mantenerse en esos mismos peldaños en 5 años, se les califica como “sufriendo” (suffering). A quienes se ubican hoy en los peldaños del 7 al 10 (inclusive) y en los peldaños del 8 al 10 en 5 años, se les califica como “pujantes” (thriving). A todos los demás, a los que no caen ni en uno ni en otro grupo, se les califica como “luchando” (struggling).
Al organizar la data de esa manera, nos encontramos con que en 2016, para el mundo en su conjunto, el 27% de la población cayó bajo la categoría de “pujante”, el 60% en la de “luchando” y el 13% como sufriendo. En los extremos resultaron, por una parte, Islandia con 70% de la población “pujante” y 2% “sufriendo” y, por la otra, Haití con valores radicalmente diferentes, de solo 3% de la población pujante y 43% sufriendo.
Para el mundo en su conjunto, igual que para la América Latina, los números agregados de todos los países se han mantenido bastante estables en los últimos once años, desde que se comenzó a realizar la medición. En cambio, a nivel de país, hay algunas variaciones muy significativas. Venezuela es uno de esos casos. En 2006, cuando se hizo la primera medición, Venezuela apareció con 59% de la población pujante y 4% sufriendo. En 2016 (la data se recogió en el tercer trimestre del año), esos números habían cambiado sustancialmente: la población pujante había descendido a 13% y la calificada como sufriendo había subido a 28%. En 2006, Venezuela tenía el porcentaje más alto de personas definidas como “pujantes” de toda la América Latina. En 2016 sólo superaba a Haití. Lo mismo ocurre con las personas en la categoría de “sufriendo”. En 2016, Venezuela aparecía con el segundo porcentaje más alto de la región sólo detrás de Haití.
Un dato más interesante y sorprendente aún es que en 2006, Venezuela resultó ser el país con el porcentaje más alto en el mundo entero de personas que decían estar viviendo la mejor vida posible, es decir, que se colocaban en el tramo diez de la escalera. Ese porcentaje fue 26,8%; o sea, más de un cuarto de la población. Para tener idea de lo que tal cifra significa, basta tener en cuenta que solo el 4% de la población mundial se ubicaba en ese peldaño para ese entonces. Solo el 4% de la población mundial decía en 2006 que estaba viviendo la mejor vida posible. En Venezuela ese porcentaje era casi siete veces superior. Cuando se trataba del futuro, del lugar donde esperaban estar los encuestados en 5 años, la singularidad venezolana era más acentuada: más de la mitad de la población, el 54,3% esperaba estar en el escalón 10 para ese momento. Es decir, en 2006 más de la mitad de la población esperaba estar viviendo la mejor vida posible para 2011. Para el total del mundo, solo el 12,4% tenía esa expectativa. Cuando veían esas cifras, colegas en Gallup me preguntaban qué pasaba en Venezuela; algunos a modo de broma decían que había que mudarse para allá, mientras que otros analistas preferían excluir al país de sus análisis, considerándolo un “outlier”: un caso que no se podía explicar, que no cuadraba en los modelos analíticos.
En Venezuela, algunos sí sabían qué era lo que estaba ocurriendo y alertaban sobre ello. Se trataba de la poderosa mezcla de un boom de consumo y de una narrativa muy atractiva sobre el país y su destino. Era Chávez en esteroides. Once años después, las dos cosas desaparecieron. Se acabó el boom; se extinguió también la narrativa. Primero fue pan y circo, después solo circo, y hoy no hay ya ni circo. Se esfumó la felicidad del venezolano.
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